La medicina a distancia continúa siendo distante

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Ilustraciones: Carolina Arriada para Antropología Urbana

por JAIPREET VIRDI – Universidad de Delaware

Fue una experiencia extraña y estimulante al mismo tiempo. Sentada en el borde del sofá, me incliné hacia la mesa de café para encender mi computadora portátil y abrir la aplicación requerida. Esperé, revisando intermitentemente mi teléfono en busca de una notificación de texto anunciando que se envió el enlace para mi hora acordada. También había un iPad apoyado sobre la mesa, recogiendo fragmentos de conversaciones entre mi pareja y yo; con suerte, sería eficaz para transcribir el audio a través del altavoz de la computadora portátil en subtítulos comprensibles.

Esta fue la configuración para una consulta quirúrgica durante el confinamiento por Covid-19.

Estoy acostumbrada a leer los labios y evaluar el lenguaje corporal y los gestos de las personas para comprender completamente las conversaciones. Sin la configuración adicional (subtítulos en la computadora portátil, subtítulos de respaldo en el iPad, mi compañero para explicar o aclarar problemas de audición), la telemedicina no habría sido accesible para mí, como persona sorda que usa audífonos y no oye con fluidez.

Pero también hay algo profundo en poder utilizar la tecnología para acceder a atención médica e información dentro de la privacidad del hogar. El proceso se administró estrictamente: teníamos que completar un formulario virtual (similar a completar el papeleo en un portapapeles), esperar a que se enviara un enlace (similar a esperar en el lobby para que nos llamaran), luego esperábamos en el sala virtual (similar a esperar en la sala de exploración), hasta que apareció un médico (después de un tiempo, como de costumbre).

La configuración tecnológica fue ciertamente un privilegio para mí. Tenía los dispositivos que necesitaba, la conexión a Internet estable y era parte de un sistema de salud (y de un seguro, porque vivo en Estados Unidos) que brindaba a los pacientes acceso a su portal de salud, lo que incluía optar por la telemedicina durante una pandemia. Por muy ventajoso que pueda ser el sistema, la telesalud no es accesible para todas las personas. Las disparidades socioeconómicas, la falta de seguro y la falta de familiaridad con la tecnología dan forma y limitan los tipos de atención médica y tratamiento que los pacientes pueden recibir a través de una pantalla, o del teléfono, la radio, una columna de consejos o una carta.

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La historia de la telemedicina y la telesalud (¡no son términos intercambiables!) es tanto una historia de avances tecnológicos para mejorar el acceso médico como una historia de nuevos medios extendidos hacia el sector sanitario. Dos libros recientes enfatizan esta historia desde perspectivas complementarias: The Distance Cure de Hannah Zeavin y The Doctor Who Wasn’t There de Jeremy Greene. Leí el libro de Zeavin cuando se publicó por primera vez y el de Greene varios meses después y no pude evitar resaltar mensajes similares sobre los medios y la tecnología. Y lo que es más importante, sobre el estado del sistema de salud estadounidense y la obsesión cultural con lo nuevo y lo innovador en lugar de la necesidad de mantener el sistema (nota al margen: lean The Innovation Delusion de Andrew Russell y Lee Vinsel sobre la historia de este mantenimiento). Como bien lo expresa Greene: “La historia de la tecnología de la información sanitaria está llena de promesas revolucionarias que no se cumplieron, y de otras más mundanas que sí se cumplieron”.

El primer mensaje es sobre el acceso como promesa de brindar una mejor atención médica para todos, mediante la creación de nuevas plataformas para “practicar la medicina a distancia con la intención de aplanar las disparidades” (Greene) y posicionar la tecnología para crear un “estado de intimidad de la comunicación” (Zeavin). Esto recuerda la convincente maraña de modernidad y tecnología de Thomas Misa que elabora una leyenda de progreso para supuestamente acercarnos al futuro, o al menos, a un sistema de eficiencia que desmantele la desigualdad estructural (el cínico dice: ¡ja!, no es posible). Greene sostiene que cada nueva etapa evolutiva de la telemedicina se fusionó en torno a una nueva tecnología, o un nuevo uso de la tecnología antigua (teléfono, radio, buscapersonas, computadora) que ofrece una promesa de acceso al médico moderno, «sin necesidad de involucrarse con las raíces más confusas de racismo estructural” que crean y mantienen divisiones socioeconómicas (143). El teléfono es una tecnología especialmente frecuente, no sólo como “símbolo de la constante disponibilidad del médico moderno” –o en muchos casos, como bien saben los sordos, de la constante inaccesibilidad– sino también como una forma de medio conductor a la distancia que ofrecen ayuda a través de líneas directas y otras formas de teleterapia. El teléfono (tanto en mensajes de texto como en llamadas) es una forma de acceso, escribe Zeavin, “cuando y donde nadie más esté: en cualquier momento, a pedido, siempre que la persona que llama esté en su teléfono”. Y si no te parece bien, puedes simplemente colgar o gosthear al que envía el mensaje. Lo que hace que el proceso sea bueno, lo que hace que la teleterapia sea accesible no es la comunicación en sí, sino ofrecer “la combinación correcta de presencia, distancia, intimidad y control” (Zeavin) (de hecho, este es el sello del programa de radio terapéutico de los años 1970 y 1980 que incluso llegó a las comedias de situación: Soy el doctor Frasier Crane, y Estoy escuchando).

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Pero, ¿se puede recrear esta combinación fuera de la telemedicina? ¿O estamos todos, como el buscapersonas del médico, atados por una correa electrónica (Greene)? ¿Dependemos de la tecnología para gobernar nuestra salud y, de ser así, en qué medida?

Los libros de Greene y Zeavin narran el desarrollo de la tecnología como promesas: “Aniquilar el tiempo y la distancia”, mejorar las relaciones sociales íntimas y presentar la posibilidad de un potencial ilimitado. Sin embargo, a pesar de la grandeza de tales planes, todos parecen quedarse cortos, tal vez simplemente reflejando la falibilidad humana. La radiopíldora desarrollada por Vladimir Zworykin acabó siendo un mero prototipo (que me recuerda a los nanobots para nanomedicina), diseñado no para fabricar, sino para fomentar “especulaciones futuras”. ELIZA de Joseph Weizenbaum, un precursor de los (molestos) robots de mensajería actuales, fue útil para la terapia basada en programas de computadora, pero a pesar del antropomorfismo, ELIZA difícilmente pudo reemplazar la interacción esencial de persona a persona necesaria para una terapia exitosa.

No es que estas tecnologías no sean útiles. Ciertamente lo son, y muchas alentaron un mayor replanteamiento e innovación de la telesalud. El problema, como señala Greene, es que su “utilidad había sido sobrevendida y fuera de lugar”. Independientemente de cómo se las imaginó para rediseñar la experiencia de la atención médica (en todos los sectores, desde el paciente hasta la administración), se quedaron cortas. Sin embargo, todavía esperamos que la innovación (me encanta el término que usa Greene para referirse a ellas como “dispositivos para salvar el pensamiento”) sea una fuerza impulsora para mejorar la atención sanitaria y resolver las desigualdades estructurales y la monotonía burocrática en formas que no hemos podido hasta ahora. La próxima iteración es sin duda una versión de chatGPT. Es decir, si aún no se ha implementado.

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Fuente: Somatosphere/ Traducción: Maggie Tarlo

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