Demasiado gordo para ser antropólogo

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por ALEX D’ALOIA – Universidad Nacional Australiana

En lo que ahora se siente como hace una vida, estaba teniendo una última reunión con un compañero de mi cohorte de doctorado antes de que ambos partiéramos hacia el campo. Habíamos comprado hamburguesas en un bar en Canberra y estábamos bebiendo un par de cervezas.

Cuando volví a la mesa después de una breve visita al baño, mi compañero me dijo: “Ah, Alex, me alegro de que hayas vuelto. Estaba a punto de decirle a Sarah (mi pareja) que tenemos mucho en común: ninguno de los dos estudió originalmente antropología, ambos tenemos antecedentes en estudios de desarrollo y ambos somos demasiado gordos para ser antropólogos”.

Me meé de risa. Pero luego lo pensé. Ni él ni yo somos personas obesas (aunque el confinamiento más reciente me ha golpeado fuerte, tengo que decirlo), pero, pensándolo bien, yo era (¿y probablemente todavía soy?) la persona más pesada en la antropología de ANU, la Universidad Nacional Australiana. Pensé en las conferencias de antropología a las que asistí y, ciertamente, estaba entre las personas más panzonas. La antropología es una disciplina extrañamente delgada. Estoy seguro de que hay una gran cantidad de análisis socioculturales que podrían hacerse al respecto. Estoy tentado a decir algo relacionado con la clase social, excepto que los antropólogos no son famosos por ser ricos. Sin embargo, a lo que mi mente se dirigió fue a un momento anterior en mi curso de doctorado.

Dulzura y panza

Uno de los disertantes había iniciado generosamente un grupo de lectura de antropología económica para tres estudiantes, y los cuatro discutíamos Sweetness and Power de Sidney Mintz, un sorprendente resumen de, muy apropiadamente, la historia del comercio de azúcar desde la colonización de las Américas hasta la Revolución Industrial. Es un libro excelente y vale la pena leerlo.

Durante la discusión, mencioné que, si bien Mintz solo discutió brevemente algunos trabajos que se estaban realizando sobre las propiedades adictivas del azúcar, se hizo mucho más desde que se publicó el libro, y sería interesante ver el argumento en torno a los significados culturales del azúcar desde entonces.

En esencia, al ser antropólogo, Mintz ve la adicción al azúcar principalmente como algo habitual. No niega la adicción química, pero simplemente no es su enfoque. En su lugar, analiza la historia de cómo el azúcar alguna vez fue un lujo absoluto, una vez se consideró una especia que se rociaba delicadamente con una pizca en la comida, y cómo llegó a moverse lentamente hacia abajo en la cadena de clases hasta que se consideró una necesidad para alimentar a las clases trabajadoras de la Revolución Industrial. Incluso argumenta que desempeñó un papel en la promoción del capitalismo de laissez-faire temprano, ya que la gran demanda en Inglaterra superó la capacidad de producción del Imperio.

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Esto no descarta los efectos observables que tiene el azúcar en el cerebro. Al mismo tiempo, no se relaciona directamente con ellos. Comprensible, dado que el libro fue escrito en 1985. Aun así, en un momento, Mintz habla sobre las estatuas de azúcar colocadas en las mesas como exhibiciones ostentosas de riqueza y estatus. No lo dudo, pero piensa cuánto más poderoso es un símbolo si todos en la sala son adictos discretos y, sin embargo, no pueden consumirlo.

Aun así, mi comentario no tuvo mucha atención de nadie en la sala. Estaba en una conferencia de antropólogos dando un argumento biológico: un error de novato. Para ser justos con ellos, tuve años de tiempo para pensar en esto y decirlo de manera sucinta. No era tan elocuente entonces en persona como lo soy (¡con suerte!) ahora en la página. De cualquier manera, no lo pensé demasiado en ese momento.

Esa noche en la hamburguesería, sin embargo, inmediatamente me vino a la mente el grupo de lectura. Yo era absolutamente la persona más gorda en esa habitación. Y no solo por un poco. Estaba en una sala con gente increíblemente en forma, una de las cuales solía competir internacionalmente en eventos de Mujer de Hierro. Claramente tenían una relación con la comida muy diferente a la mía.

Y borracho esa noche, y un poco más sobrio al día siguiente, pensé en esa relación con la comida y en lo que significaba para la antropología, tanto en lo que respecta a cómo sabemos las cosas y a cómo las hacemos.

Dulce, dulce solipsismo

En muchos sentidos, esto se reduce a algunas cosas bastante elementales sobre el método etnográfico. Parte de nuestro trabajo más importante como antropólogos es examinar a personas de otras culturas y transmitir a un público más amplio la lógica detrás de sus acciones, las cuales, de otro modo, parecerían extrañas e inusuales, haciéndolas familiares. Y por “cultura”, estoy hablando en términos muy amplios, como que nosotros, los fans de Calabozos y Dragones, tenemos absolutamente nuestra propia cultura. Al hacerlo, esperamos mostrar lo extraños que son nuestros propios hábitos familiares (aunque siempre supe lo extraño que es jugar a Calabozos y Dragones).

Pero siempre habrá un límite en nuestra capacidad para hacer esto. Como en exceso y soy un poco goloso. No me gusta lo más dulce, y cuando estoy haciendo trabajo de campo en Ecuador encuentro mucha comida allí demasiado dulce. Sin embargo, siento un deseo de comer tal como imagino que debe sentirse una adicción, no solo por simple hambre. De hecho, muchas veces no es hambre, ya que tengo la barriga llena, sino una desesperación que me carcome a nivel emocional.

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No tengo forma real de saber hasta qué punto otros comparten esta experiencia. Ciertamente me dijeron que sí, que también les pasa, pero no hay forma de saberlo realmente.

Le mencioné a mi amiga antropóloga, la Mujer de Hierro, que a veces me sentía adicto a la comida, especialmente al chocolate. Ella me dijo que sentía lo mismo y que la razón por la que intentaba evitar los alimentos con azúcar añadida era precisamente porque sentía que si no lo hacía, se rompería. Dijo que tenía que andar con cuidado.

Instintivamente, encontré esto difícil de creer. Ella no se parece a mí. Ella no se comporta como yo. Como mencioné, está increíblemente en forma y saludable y hace proezas de ejercicio con las que yo solo puedo soñar. Pero, por supuesto, no hay forma para mí de saber lo que piensa. No solo eso, sino que desestimar su afirmación sería una práctica antropológica terrible. Nunca descartaríamos las palabras de nuestros interlocutores con tanta indiferencia, entonces, ¿por qué no extendería a mi amiga el mismo respeto?

Este es el problema clásico del solipsismo: ¿cómo puedo saber que existe algo excepto mis propios pensamientos? Pero el solipsismo no nos lleva a ninguna parte, en realidad. Si dudo de todo, incluso de mis propios sentidos, entonces no hay nada que decir sobre el mundo.

Tienes que tomarte tu tiempo

Entonces, suponiendo generosamente que mi amiga realmente exista, esto se convierte en un problema metodológico para la antropología. Gran parte de lo que nos importa está dentro de la mente de los demás, pero ese es un ámbito que siempre estará cerrado para nosotros.

Por lo tanto, nos quedamos sólo con lo observable. En realidad, esto es parte de por qué creo que la antropología es una ciencia profundamente empírica. Es posible que no usemos los métodos cuantitativos y replicables que a menudo se asocian con el empirismo, pero la observación es, al final del día, todo lo que tenemos.

Metodológicamente, de eso se trata la etnografía, especialmente el tipo de etnografía clásica de “viviré entre ellos durante años”.

El término “antropólogo de sillón” se usa como un insulto dentro de la disciplina. A menudo se usa para aquellos que no hicieron un trabajo de campo «real» yendo a un lugar remoto, viviendo con un grupo durante un período prolongado de tiempo y, en general, pasándola fatal. Es parte de la «prueba de fuego» de la vieja escuela antropológica, en la que no tienes hallazgos reales a menos que hayas sufrido por ellos.

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Como era de esperar, esto puede crear una cultura bastante poco saludable en la antropología. Tanto en el sentido del estado mental de cualquiera que haga investigación, como en las exclusiones que crea para cualquiera que no pueda hacer esa forma de investigación (por ejemplo, aquellos con familias, parejas que no pueden mudarse, niños que necesitan ir a escuela, necesidades médicas o aquellos que simplemente no tienen dinero para desaparecer en la naturaleza por un período prolongado de tiempo).

Sin embargo, como suele ser el caso, hay una pizca de verdad en el centro de todo. Los primeros antropólogos eran antropólogos de salón. Teorizaban desde sus oficinas en universidades europeas o americanas y enviaban cartas a los misioneros locales para obtener información. Luego procedían a teorizar sobre “los nativos” desde lejos.

Una generación de antropólogos cambió esto. Malinowski, Radcliffe-Brown, Boas y Mead, todos los grandes nombres de la antropología revolucionaron la disciplina al insistir en que tenías que pasar tiempo, cantidades sustanciales de tiempo, con las personas que estabas estudiando. Si la antropología se preocupa por las experiencias del mundo de las personas, ¿cómo podrías afirmar tener algún tipo de comprensión sin al menos una apariencia de experiencia?

Y ahora pasamos largos períodos en el campo. Participamos en la vida de las personas y, con suerte, obtenemos un atisbo de lo que experimentan y, tal vez, tenemos la oportunidad de reflexionar sobre nuestras propias experiencias previas. Esto sólo puede provenir de una observación profunda y sostenida. Los gustos, los olores, los sonidos y otros sentidos son las únicas ataduras que tenemos entre nosotros, por muy débiles que sean.

La opacidad de otras mentes

Por supuesto, la belleza y la crueldad de la etnografía es que nunca sabremos si tenemos razón. Podría vivir toda mi vida con alguien y nunca saber realmente si cuando dice que siente que necesita comida, experimenta o no esa necesidad tanto como yo (o incluso más).

Como destacaron Robbins y Rumsey, existen culturas que casi siempre asumen que otras mentes están permanentemente cerradas a ellas. Lo que significa que eliminar lo experiencial de la etnografía es difícil. Señalan que la mayoría de los antropólogos esquivarían la afirmación explícita de que nos estamos metiendo en la cabeza de nuestros interlocutores y, sin embargo, las hermosas descripciones de cómo fue estar allí son una parte tan importante de cómo redactamos nuestro trabajo de campo.

Pero así es como la etnografía representa bellamente la condición humana, siempre rica y parcial. Sabiendo que sabemos tan poco el uno del otro y, sin embargo, tratando de reconstruir lo que podemos.

Fuente: The Familiar Strange/ Traducción: Horacio Shawn-Pérez

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