por MELINDA HINKSON – Universidad Deakin
Durante dos décadas, he visto a los amigos de Warlpiri navegar peligrosamente en circunstancias de vida cada vez más volátiles. Observo a través de lo que ahora son formas convencionales para los antropólogos: reportajes de noticias, llamadas telefónicas, mensajes de texto, publicaciones en las redes sociales y el trabajo de colegas, así como interacciones cara a cara en una vida móvil en expansión. A las visitas en persona a menudo las siguen una serie de publicaciones dramáticas en Facebook, una llamada telefónica concisa o titulares notables. Estos sorprendentes destellos de la vida colorean profundamente mis expectativas de lo que sucederá cuando visite a las personas cara a cara. Invariablemente me equivoco.
Nuestros compromisos sociales con el sufrimiento y la crisis contemporánea, nuestra participación en campañas políticas como #MeToo y la controversia que rodea a HAU propagan de manera similar un sentido de urgencia e inmediatez. El sentimiento común de las redes sociales es la indignación. Alimenta interacciones instantáneas, a veces fomentando nuevas formas de solidaridad entre aquellos igualmente enojados. Pero la indignación es fugaz, voluble y frágil en sus afinidades. Pasa rápidamente a nuevas campañas. También aplasta el pensamiento crítico lento que es el sello distintivo del academicismo serio.
Los ritmos calientes de las redes sociales están revitalizando los antiguos llamamientos para descolonizar los departamentos de antropología, los planes de estudio y las prácticas editoriales. Sin embargo, tan frustrante como la falta de respuesta institucional a tales llamamientos es el predecible callejón sin salida en el que tan a menudo se derivan los esfuerzos por explorar estas cuestiones. Con demasiada frecuencia, las acusaciones de maltratos, apropiación indebida, desempoderamiento y explotación nos llevan a los antropólogos a un lugar de compromisos mutuamente excluyentes. La calentura del momento se afianza en lugar de trascender este punto muerto.
Un caso reciente de Australia ilustra mi punto. Colegas publicaron recientemente un artículo sobre los nombres aborígenes de diez suburbios de Melbourne, resultado de una minuciosa investigación sobre los cuadernos del antropólogo del siglo XIX Alfred William Howitt. El artículo publicado reconoció al Consejo de Wurundjeri, el organismo representativo de propietarios tradicionales locales de Melbourne.
Pero inmediatamente después de su publicación, una serie de publicaciones en Twitter descartaron con enojo la investigación por usar términos como “perdido” y “olvidado” en lugar de nombrar la brutalidad colonial como la práctica a través de la cual los idiomas y los nombres de lugares se borraron de manera forzada y deliberada. “A la mierda ‘olvidado’”, tuiteó alguien. Está bien. Pero, ¿debe el impulso descolonizador descartar la investigación que en sí misma se lleva a cabo con el espíritu de la descolonización?
Aquí está mi punto: en un momento en que los estados-nación coloniales están presionando brutalmente a los pueblos indígenas con fuerza neoliberal, ¿es posible trascender el enfrentamiento entre la antropología y los puntos de vista nativos/indígenas? ¿Qué se necesitaría para establecer diferentes compromisos entre el academicismo sustancial y la crítica descolonizadora?
Una respuesta optimista radica en los experimentos colaborativos al margen de la disciplina, donde la antropología se está reconfigurando como un espacio frágil pero esperanzador de producción de nuevo conocimiento. Sin embargo, estos experimentos a menudo se alejan de la escritura analítica de formato largo para privilegiar los medios visuales.
Estoy interesada en ir más allá del reconocimiento de este impasse, las colaboraciones creativas o las adaptaciones estratégicas de los métodos disciplinarios por parte de los estudiosos indígenas para preguntar de manera más directa: ¿qué podría quedar de la antropología al otro lado de un ajuste de cuentas serio con la crítica indígena?
O, para decirlo de otra manera: ¿puede la antropología mantener unida una relación genuinamente reconfigurada con las comunidades indígenas y el conocimiento local, y con sus propias tendencias de apropiación, mientras que al mismo tiempo defiende el papel de las técnicas críticas y abstractas para el análisis y la comparación? Quiero sugerir que sí puede, pero solo mientras los antropólogos sigan con el problema y reconozcan la inconmensurabilidad como parte integral de nuestro esfuerzo.
La tensión que tengo en mente es capturada hasta cierto punto por la provocación de George Marcus, que ahora tiene más de dos décadas, de que la complicidad más que la simpatía caracteriza mejor la naturaleza enredada, irónica y moralmente ambigua de la relación del trabajo de campo. Más recientemente, Ruth Gomberg-Muñoz ha señalado que la distinción entre complicidad y alianza es vital para la ruptura de las fronteras racializadas de inocencia y criminalidad.
Sin embargo, la complicidad indica una tensión adicional. Al asumir el papel de forastero, los antropólogos necesariamente han distribuido lealtades. Cultivamos compromisos no solo con los interlocutores y las organizaciones que median sus intereses, sino también con la abstracción, el análisis y la comparación. Esto necesariamente pone nuestras ambiciones en desacuerdo con las relaciones íntimas que desarrollamos en el trabajo de campo. Distingue la antropología de los estudios nativos y, a veces, a nuestro academicismo de nuestra defensa.
El momento presente es particularmente desafiante para cualquier antropólogo que trabaje con comunidades indígenas. En Australia, los aborígenes se enfrentan a cambios de actitud gubernamentales y públicos, así como a los restos sedimentados de varias décadas de experimentos políticos. En todo el mundo, las luchas por los términos básicos de la vida y la política de su representación se están intensificando. En este contexto, no es sorprendente que los antropólogos encuentren una mayor cautela, si no hostilidad, cuando se acercan a las comunidades con propuestas de investigación. Los futuros modelos de antropología deberán ser creativos para salir de estos atolladeros.
Como un amortiguador contra la rabia del momento y una herramienta para comprender su lugar en nuestro mundo, haríamos bien en renovar nuestro compromiso con la lectura larga, lenta, y la perspectiva larga y comparativa. Al hacer tal trabajo, obtenemos una visión no solo de las complicidades coloniales, sino también de los procesos de modelado de las formaciones sociales y, de manera vital, las limitaciones de los conceptos que desplegamos para comprender nuestro mundo en transformación.
Igualmente desafiante es la cuestión de cómo cultivar una actitud tan erudita entre estudiantes, especialmente las generaciones que ingresan a nuestras aulas inmersas en una interacción acelerada, mediada por las redes sociales y un aprendizaje online. Estos modos de (in)atención conducen a una débil interdisciplinariedad, una mezcolanza de ideas y una crítica superficial. Esto es una clara distinción del proceso de resolver un problema hasta alcanzar los límites del pensamiento disciplinario y luego avanzar consciente y creativamente.
Al enseñar a los estudiantes cómo (no qué) pensar, les damos herramientas poderosas para interpretar las condiciones sociales y políticas de sus vidas. También sentamos las bases para la crítica cultural que incluso podría transformarse en una investigación activista convincente y, a su vez, en antropologías recientemente revitalizadas.
Fuente: SCA/ Traducción: Maggie Tarlo