por RUTH BEHAR – Universidad de Michigan
En 1991 decidí que Cuba debía volver a formar parte de mi vida. Había regresado una vez en 1979 como estudiante y, en la década de los noventa, comencé a ir a Cuba dos o tres veces al año. Como nacida en Cuba y como hija de exiliados cubanos, la decisión de regresar requirió entereza. Al elegir visitar la isla que mis padres habían dejado para darme lo que ellos llamaban “una vida mejor” en los Estados Unidos, le estaba dando la espalda a mi familia. ¿Cuál había sido el propósito de sus sacrificios de inmigrantes si yo iba a tirarlo todo a la basura y regresar al lugar del que habíamos huido?
Con el peso de esa culpa, me resultó difícil disfrutar de Cuba. Al principio, estuve aterrorizada mientras estaba allí. Tuve ataques de ansiedad. Tenía palpitaciones del corazón. Estaba mareada. Lloré. Tuve pesadillas. Los fantasmas parecían seguirme mientras caminaba por las calles de La Habana, tratando de seguir los pasos de mis padres y mis abuelos. Temía desaparecer en Cuba y no volver a saber nada de ellos. De vez en cuando había breves momentos en los que me sentía extrañamente segura, como si un ángel me estuviera cuidando, y me decía a mí misma: “Aquí nunca me podría pasar nada malo. Aquí es donde nací. Esta es mi casa«.
Hace veinte años era común encontrarse con otros cubanoamericanos que también se sentían incómodos por su deseo de regresar a una isla a la que se suponía que no debían regresar. Todos estábamos buscando algo demasiado profundo para nombrar. Íbamos de puntillas a Cuba, no para avergonzar a nuestras familias inmigrantes o para ser ridiculizados en el Miami Herald, sino para escribir nuestros testimonios en nuestros diarios de campo, tratando de dar voz tanto al dolor de la pérdida como a la alegría de descubrir cuánto amábamos nuestro idioma y nuestra cultura.
Algunos compañeros de viaje cubano-americanos, luego de numerosos viajes a Cuba, regresaron a Estados Unidos y, en una conferencia o en una entrevista, soltaron la lengua. Expresaron decepción. Dijeron que sus padres habían tenido razón después de todo. Esto fue antes de Internet: las cosas se decían en voz alta en ese entonces. Alguien estaba escuchando. Alguien chismorreaba. Y luego a algunos de los críticos más abiertos no se les permitió regresar a Cuba. Si llegaban hasta el aeropuerto de La Habana, los enviaban en el siguiente avión. La puerta de la isla se cerró.
Ese parecía el peor destino: recuperar la isla, después de todos esos años fuera, años preguntándote quién habrías sido en Cuba, y luego volver a perder la isla. A todos los cubanoamericanos que iban y venían les preocupaba que pudiera pasarles. Caminábamos por la cuerda floja. Cualquier día, el regalo de estar de vuelta en el lugar donde comenzó tu vida podría serte arrebatado.
Años antes de que CNN y Associated Press se instalaran en Cuba y se volviera una moda viajar allí e informar al resto del mundo, quienes viajamos a nuestro país nos sentimos bendecidos. Los cambios que vi fueron pequeños al principio, casi imperceptibles, pero finalmente fue imposible no notar cómo vijar a Cuba había dejado de ser la obsesión de quienes necesitaban recuperar la isla perdida. Los estadounidenses sin vínculos con Cuba, que no estaban empantanados por el bagaje emocional (aunque a menudo se enredaban en asuntos amorosos con cubanos), llegaron en números cada vez mayores. No pasó mucho tiempo antes de que reclamaran la autoridad para hablar de la isla como si fuera de ellos. El síndrome de Cristóbal Colón continúa sin cesar.
Alrededor del cambio de siglo, recuerdo que me sorprendió la variedad de personas que de repente encontraron su camino hacia Cuba: personas bien intencionadas; gente inteligente; gente conectada; viajeros humanitarios que buscan a alguien en quien depositar su caridad; turistas que buscan un buen habano; realizadores de documentales, periodistas, fotógrafos y novelistas que buscan historias valiosas; productores que buscan talento musical; curadores de museos y galerías que buscan arte vanguardista; estudiantes universitarios que buscan un respiro de sus iPhones; celebridades que buscan otra forma de ser cool; modelos posando ante ruinas; inversores que buscan formas de hacer crecer su dinero.
Por supuesto, también llegaron los antropólogos, saltando al fondo de la realidad cubana y conociendo la vida desde adentro como suelen hacer los antropólogos. Dos de mis estudiantes de posgrado de Michigan estuvieron entre los primeros en hacer una investigación inmersiva en Cuba bajo mi tutela, estudiando el turismo sexual gay y el surgimiento de la timba como forma musical y estilo social. Yo también había estado yendo a Cuba, aparentemente como antropóloga. Incluso los miembros más intransigentes de mi familia aceptaron la historia oficial que les ofrecí para mis viajes de ida y vuelta: “Verás, como antropóloga tengo que ir a los lugares sobre los que escribo, no puedo simplemente leer sobre ellos en un libro. No puedo estudiarlos a distancia, tengo que ir allí».
Sin embargo, quería ser más que una antropóloga en Cuba. Quería rendirme a lo inefable, no tener que explicar nada sobre Cuba, sino simplemente asimilarlo, como lo haría de niña, solo por hacerlo. No pude animarme a hacer una investigación formal. Pasé tiempo con la comunidad judía sin filmarlos ni escribir sobre ellos. Conocí a escritores y artistas que se hicieron amigos míos y creé una antología llamada Puentes a Cuba (Behar 1995) para compartir su trabajo, pero no los estudié como sujetos de investigación. Después de dejar la poesía para dedicarme a la antropología, me encontré escribiendo poemas sobre mis experiencias en Cuba, escribiendo primero en inglés y luego en español. De alguna manera, a través de este largo e inexacto proceso de estar en Cuba, de ser una huérfana vagando por la isla por miedo a los fantasmas, regresé a la antropología con un sentido de humildad y gratitud. Desdibujando los géneros, creando un puente entre la autobiografía y la etnografía, pude hacer un documental, Adio Kerida (2002), y luego escribir un libro, An Island Called Home (Behar 2007), centrado en la comunidad judía en Cuba que tomó forma después de la revolución y explorando lo que significa llamar a un lugar «hogar».
Sé que no era la forma más eficaz de hacer las cosas. Ciertamente no puedo recomendar esta forma de viaje lento, serpenteante, zigzagueante e inconcluso como un método de campo etnográfico para que todos lo utilicen en Cuba. Pero era la única forma para mí.
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Referencias
Behar, Ruth. 2007. An Island Called Home: Returning to Jewish Cuba. New Brunswick, N.J.: Rutgers University Press.
_____, ed. 1995. Bridges to Cuba/Puentas a Cuba. Ann Arbor, Mich: University of Michigan Press.
Fuente: SCA/ Traducción: Maggie Tarlo