Hacia una antropología fugitiva

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por GILBERTO ROSAS – Universidad de Illinois

“LA ÚNICA RELACIÓN POSIBLE CON LA UNIVERSIDAD DE HOY ES CRIMINAL”. Así escribieron Fred Moten y Stefano Harney (2013, 26), en mayúsculas, en su influyente libro The Undercommons. The death work of contemporary imperial sovereignty (ver Mbembe 2003), que exige tal postura. Exige manipulaciones astutas y fugitivas en lo contemporáneo, ya sea dentro de la universidad o en otras instituciones modernas, o en contra y más allá de las mismas. Estas relaciones criminales subrayan las diferentes pieles del juego, las “teorías en la carne” (Moraga 1981) y la carne de las teorías. Terroristas, inmigrantes, refugiados, homosexuales, jóvenes, personas sin hogar, personas que no se conforman con el género y otros forajidos rompen los límites de lo considerado humano y de los que no lo es (ver Wynter 2003; Mahmood 2018). La figura del zombi rebota en la cultura popular, con su incesante hambre de matar, consumir, devorar un orden en retroceso —uno que algunos quieren volver a hacer grande—, en un momento en que la academia en general, y la antropología específicamente, corren el riesgo de reducirse.

Las inquietantes expropiaciones de tierras, mano de obra y seres queridos siguen siendo la columna vertebral de la disciplina. Junto con el robo de ideas. David Harvey (2003), Paige West (2016) y otros sostienen que tales formas de acumulación deben revitalizarse constantemente. Estas vidas posteriores de “esclavitud, colonización, apartheid, alienación capitalista, inmigración y políticas de asilo, multiculturalismo liberal poscolonial, la normatividad sexual y de género, la gubernamentalidad securitaria y la razón humanitaria” (Butler y Athanasiou 2013, 10), y otros fantasmas, forman modos de desposesión relacionados. Incluyen la desposesión de la vida biológica: su reducción a las formas más elementales de existencia —integral a la reconstitución de las relaciones del capital y sus reiteraciones—, y la profundización de las gubernamentalidades imperialistas, de género y supremacistas blancas. Estos modos de despojo exigen un análisis de los modos de hacer y deshacer humanos. Los inmigrantes y refugiados, los adictos y otros tipos de delincuentes marcan el regreso de los desposeídos. Estos fenómenos apuntan a una antropología fugitiva que analiza no la vida y la muerte, sino la muerte y la vida. Los fugitivos y sus antropólogos, y los fugitivos antropológicos, interrumpen la necropolítica decididamente poco excepcional que infunde la vida cotidiana en gran parte del mundo. De hecho, Maya Berry y sus colegas (Berry et al. 2017, 560) sostienen que una descolonización, y lo que ellos llaman antropología fugitiva, exige romper con su «hogar intelectual», basándose en sus experiencias raciales y de género del trabajo de campo y sus profundas implicaciones para la disciplina.

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El trabajo fugitivo encuentra nuevos modos de ser: afectivo, subjetivo y casi siempre proscrito y criminal. Puede decirnos quién cuenta como humano, quién cuenta como intelectual, quién cuenta como teórico y qué cuenta como teoría.

Al mismo tiempo, fronteras cada vez más gruesas y otras nuevas rondas de recintos (Federici 2004; Rosas 2006), las narradas garras de “Me Too”, la exigencia y la promesa de que las vidas de los negros importan, las ejecuciones de cuerpos indígenas y el despojo de sus tierras, el fin del refugio en los Estados Unidos y en otras partes del mundo, y los crímenes y sociedades salvajes de las revistas de primer nivel, y su botín, sacuden la disciplina. La privatización o acordonamiento de los bienes comunes, incluidas las tierras indígenas y los recursos estratégicos relacionados que se producen en gran parte del mundo hoy en día, exigen una antropología fugitiva versada en las relaciones criminales, los conocimientos y los poderes de la universidad y las instituciones modernas que la acompañan. La antropología fluctúa entre los recortes ideológicos y un optimismo cada vez más cruel. Se empuja entre la injusticia terminable del pasado y las posibilidades inacabadas del futuro.

Una antropología fugitiva, o una antropología de la fugitividad, rechaza tales interpelaciones. Rechaza tales términos y sus binarios asociados de resistencia versus acomodación, e involucra a la disciplina de manera parcial, asimétrica y estratégica (Simpson 2016). Una antropología fugitiva reconoce a aliados y cómplices: aquellos que trabajan con nosotros en un campo y en departamentos, con cuyo apoyo sabemos que podemos contar y que comparten el conocimiento de las subyugaciones que muchos de nosotros experimentamos. La antropología fugitiva exige balancearse en la cuerda floja entre el abandono de la disciplina y la intersección de sus infraestructuras criminales y colonialistas de género, sexo y raza. Busca contribuir a proyectos de antropología inquietante (Rosa y Bonilla 2017), ofrece importantes nuevas contemplaciones de la reflexividad en el campo y más allá (Berry et al. 2017). Cambia de código para otros fines, otros distritos, otras personas, incluso mientras juega el juego de las afirmaciones de la disciplina. Una antropología fugitiva juega por docenas, cruza las fronteras equivocadas —casi siempre ilegalmente— y tiene en su corazón las injusticias del pasado que son parte integral del presente (y del nacimiento de la disciplina).

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Yo, y muchos otros como yo, testificamos en procedimientos de inmigración. Debemos traficar historias de los «violadores», «bad hombres» y otras figuras patologizadas del momento que encarnan la guerra contra las drogas, particularmente las masculinidades armadas, movilizadas por los cárteles de la droga y los gobiernos convencionales por igual, como en México (Valencia Triana 2011), lugares más al sur o en otras partes del mundo. Nuestra carne a menudo nos vuelve vulnerables en los tribunales y también en otros lugares, aunque no es nada comparado con aquellos a quienes apoyamos. El terror espectacular, las batallas por los mercados de drogas u otros terrenos ricos en recursos en ciertas zonas fronterizas de México, subraya cómo los subalternos, que a menudo no pueden hablar o al menos a menudo no son escuchados cuando buscan asilo o hablan con las autoridades, experimentan el despojo y son racializados en consecuencia. Son perseguidos y desplazados. Huyen de sus países de origen y muchos terminan detenidos (un término cortés para las cárceles para inmigrantes) o en tribunales de inmigración. Allí, deben invocar lo macabro y monstruoso que ocurre en sus países de origen, y exigen que yo y otros como yo lo confirmemos. Deben morir para poder vivir, una exigencia que llamo necrosujeción. Estos gobiernos privados e indirectos (ver Mbembe 2001) deben mantenerse al margen de los enredos del imperio y el capital para que esta corriente de inmigrantes no sea mal reconocida como emprendedores. Vienen aquí bajo coacción, sus vidas amenazadas.

El presente y el futuro de la disciplina exigen este y otros trabajos fugitivos. El presente y el futuro exigen que trabajemos como insurgentes, como fugitivos: a través de fronteras reales e imaginarias y contra el pesimismo de la voluntad, pero quizás no del intelecto. Una antropología fugitiva pasaría de contrabando recursos a las comunidades afectadas. Traficaría con conocimientos ilegales. Movilizaría la experiencia crítica para la verdad, reconociendo sus efectos complejos. Reconocería que el trabajo con comunidades fugitivas resuena más allá de los límites de la academia y escandaliza a las posturas de desapego intelectual que sangran muertes lentas en ciertas áreas blanqueadas de la disciplina.

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Referencias

Berry, Maya J., Claudia Chávez Argüelles, Shanya Cordis, Sarah Ihmoud, and Elizabeth Velásquez Estrada. 2017. “Toward a Fugitive Anthropology: Gender, Race, and Violence in the Field.” Cultural Anthropology 32, no. 4: 537–65.

Butler, Judith, and Athena Athanasiou. 2013. Dispossession: The Performative in the Political. Malden, Mass.: Polity.

Federici, Silvia. 2004. Caliban and the Witch: Women, the Body, and Primitive Accumulation. New York: Autonomedia.

Harney, Stefano, and Fred Moten. 2013. The Undercommons: Fugitive Planning and Black Study. New York: Minor Compositions.

Harvey, David. 2003. The New Imperialism. New York: Oxford University Press.

Mahmood, Saba. 2018. “Humanism.” HAU 8, nos. 1–2: 1–5.

Mbembe, Achille. 2001. On the Postcolony. Berkeley: University of California Press.

_____. 2003. “Necropolitics.” Translated by Libby Meintjes. Public Culture 15, no. 1: 11–40.

Moraga, Cherríe. 1981. “Chicana Feminism as ‘Theory in the Flesh.’” In This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color, edited by Cherríe Moraga and Gloria Anzaldúa. San Francisco: Aunt Lute Press.

Rosa, Jonathan, and Yarimar Bonilla. 2017. “Deprovincializing Trump, Decolonizing Diversity, and Unsettling Anthropology.” American Ethnologist 44, no. 2: 201–208.

Rosas, Gilberto. 2006. “The Thickening Borderlands: Diffused Exceptionality and ‘Immigrant’ Social Struggles during the ‘War on Terror’.” Cultural Dynamics 18, no. 3: 335–49.

Simpson, Audra. 2016. “Consent’s Revenge.” Cultural Anthropology 31, no. 3: 326–33.

Valencia Triana, Sayak. 2011. “Capitalismo gore: Narcomáquina y performance de género.” e-misférica 8, no. 2.

West, Paige. 2016. Dispossession and the Environment: Rhetoric and Inequality in Papua New Guinea. New York: Columbia University Press.

Wynter, Sylvia. 2003. “Unsettling the Coloniality of Being/Power/Truth/Freedom: Towards the Human, after Man, Its Overrepresentation—An Argument.” New Centennial Review 3, no. 3: 257–337.

Fuente: SCA/ Traducción: Maggie Tarlo

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