¿Un racista es un enfermo mental?

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por LIVIA GERSHON  

En 2013, un jugador blanco de la NFL fue captado en video usando un insulto racista. Pronto emitió un comunicado en el que anunciaba que consultaría a «una variedad de profesionales» para que «le ayudaran a comprender mejor cómo pudo haber hecho algo tan ofensivo y cómo puede iniciar el proceso de curación para todos».

Como escribe el sociólogo James M. Thomas, este fue solo uno de los muchos ejemplos de celebridades de principios del siglo XXI que enmarcaron sus comportamientos racistas como un problema de salud mental. Thomas argumenta que esta forma de ver el racismo toma forma a partir del creciente poder cultural de la medicina y la psicología desde la Segunda Guerra Mundial.

En 1944, en medio del Holocausto, el Comité Judío Estadounidense encargó una serie de estudios que examinaran las fuentes psicológicas de los prejuicios. El más famoso de ellos fue La personalidad autoritaria, publicado en 1950 por Theodor Adorno y tres colegas. Los autores argumentaron que el antisemitismo y otros fanatismos extremos eran el producto de «ideas nucleares», estereotipos negativos fundamentales, como la idea de que los judíos son intrigantes o que los negros son perezosos, que subyacen a una «personalidad autoritaria».

Thomas escribe que los activistas de los derechos civiles adoptaron este concepto. A raíz del asesinato de Emmett Till en 1955, el secretario ejecutivo de la NAACP, Roy Wilkins, se basó en Adorno para sugerir que el odio responsable del asesinato era un «virus, está en la sangre de la gente de Misisipi».

En 1958, el psicólogo y activista de los derechos civiles Alfred J. Marrow hizo un llamado a la política pública para abordar no solo los “efectos de la segregación en la salud mental de sus víctimas”, sino también “el impacto en la salud de los segregadores”. Él y otros profesionales de la salud mental promovieron la idea del racismo como un aspecto de una “sociedad enferma”. En 1969, un grupo de psiquiatras negros pidió a la Asociación Estadounidense de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés) que reconociera que el racismo era el “principal problema de salud mental en este país” y creara una lista de intolerancia extrema en el Manual de diagnóstico y estadísticas (DSM, por sus siglas en inglés). La APA estuvo de acuerdo con su preocupación por el problema del racismo, pero se negó a identificar la intolerancia extrema como un trastorno. El problema, escribe Thomas, era que para que algo se considerara una enfermedad mental debía “desviarse del comportamiento normativo”. Entre los estadounidenses blancos, el racismo era simplemente demasiado normal para calificarlo como desvío.

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No obstante, durante las siguientes décadas, algunos académicos y médicos continuaron formulando marcos de diagnóstico para identificar y tratar el racismo. Uno sugirió que los racistas sufren de un trastorno de personalidad narcisista, lo que hace que busquen elogios de las figuras de autoridad. Otro conceptualizó el racismo como una adicción a una fuente de poder social. En 2012, investigadores de la Universidad de Oxford incluso propusieron una «cura» farmacológica para el racismo: un bloqueador beta llamado propranolol que pareció reducir las puntuaciones de los sujetos en una prueba de sesgo implícito.

Pero Thomas argumenta que cualquier esfuerzo por tratar el racismo en un individuo necesariamente se enfoca solo en los síntomas de un problema mucho mayor. Comprender el racismo, un sistema de subordinación que beneficia a los blancos, requiere «modelos históricamente fundamentados, culturalmente informados y políticamente sintonizados», escribe.

Fuente: Jstor/ Traducción: Maggie Tarlo

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