La creatividad es otra cosa

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por FIONA MURPHY – Universidad Ciudad de Dublín  

 “Las personas más arrepentidas de la tierra son aquellas que sintieron la llamada al trabajo creativo, que sintieron su propio poder creativo inquieto y en ascenso, y no le dieron ni poder ni tiempo.” — Mary Oliver.

Estaba equivocada. O me equivoqué. O me hicieron equivocar. Es difícil decir dónde termina uno y dónde empieza el otro. Equivocada como el agua que se abre camino por la grieta más pequeña, lenta, implacable, hasta que un día la estructura cede. Equivocada como una vida dedicada a colorear dentro de las líneas, creyendo que la obediencia podría hacerme ganar el derecho a salirme de ellas. El largo juego de la disciplina, de la deferencia. De esperar a que el riesgo dejara de sentirse como riesgo. Seguí esperando. Nunca llegó.

El error, si puedo llamarlo así, fue creer que la creatividad podía postergarse. Dejarse de lado, guardarse para más tarde, sacarse de un cajón cuando fuera el momento adecuado. Pero la creatividad no tolera la demora. Se atrofia, se vuelve quebradiza, desconfiada. Crees que la estás protegiendo, pero en realidad la estás matando de hambre. El verdadero riesgo no es hacer el trabajo. El verdadero riesgo es esperar demasiado para empezar.

La vieja lógica: sobrevivir primero, crear después. Aprender los ritmos de la institución, sincronizar tu voz con su frecuencia, dejar que la geometría quebradiza de los resultados y las citas moldeen tu discurso. Seguí el guion, convencida de que la certeza era algo que había que ganarse, que la pertenencia sería la recompensa. Pero la certeza nunca llegó y la pertenencia —si alguna vez llegó— fue condicional. Un blanco móvil que se disolvía en el momento en que creía haberlo encontrado.

Aprendí, como muchos, a imitar la fluidez. A suavizar mis bordes, a hacerme legible. Dejé que el hambre de legitimidad me vaciara por dentro. “Espera a correr riesgos hasta que encuentres estabilidad”, decían. Así lo hice. Pero la estabilidad nunca llegó. Y en su ausencia, mi ser creativo se redujo a un susurro.

Vivir así es llevar la equivocación como una piedra en el estómago. Cada paso en falso se calcifica en duda, cada tropiezo es una lección de contención. Te dices a ti misma que estás tomando decisiones cuidadosas, pero en realidad estás perfeccionando el lento arte de la auto-eliminación. La institución equivocada. Las batallas equivocadas. Los sueños equivocados. Los aliados equivocados. Crees que el peso se levantará si puedes hacerlo bien la próxima vez. Pero el peso es estructural, incorporado a las condiciones de participación.

Así que racioné mi creatividad. Clasifiqué mi escritura. Me dije que esperaría, que guardaría el trabajo que me hacía sentir más viva hasta que fuera más seguro. Hasta que fuera más justificable. Pero al esperar pospuse lo mismo que podría haberme salvado.

Este ensayo es un ajuste de cuentas con esa postergación, una carta desde el otro lado del arrepentimiento. Una forma de decir: el riesgo nunca disminuye. Lo que está en juego solo cambia. Esta es una invitación, quizás, a aquellos de nosotros que hemos aprendido a ser cautelosos, a aquellos que han recortado su trabajo hasta convertirlo en algo aceptable. Un recordatorio de que a veces, la única manera de avanzar es equivocarse. Dejar que la equivocación crezca, de negarse a corregirla. De permanecer dentro de la incomodidad el tiempo suficiente para ver qué más podría ser posible.

Escribir a contracorriente

Escribir dentro de cualquier disciplina académica es aceptar sus términos, a menudo sin darse cuenta. Un contrato, invisible pero vinculante, que dicta no solo lo que se puede decir sino cómo debe decirse, moldeando el pensamiento desde su raíz. Lo aprendí pronto. No solo una cuestión de estilo, sino de ontología: cómo existir de maneras que tengan sentido para nuestras instituciones neoliberales. Aprendí a lijar los bordes irregulares, a suavizar la experiencia cruda hasta convertirla en algo legible, a recortar y ajustar hasta que lo que quedaba encajara en la gramática aplanada de la legitimidad.

Y sin embargo, ¿qué sucede cuando los bordes se niegan a ser embotados? ¿Cuando lo que escribes —lo que vives— no encaja perfectamente en la estructura proporcionada? Al principio crees que eres tú. Que careces de fluidez, de las citas correctas, de la inflexión correcta de certeza. Pero la equivocación, he llegado a ver, no se trata de un fracaso personal. Es el momento en que el andamiaje de un sistema se hace visible, cuando ves —quizás por primera vez— que los términos del contrato nunca fueron neutrales. Que el conocimiento, el rigor, la realidad misma no son búsquedas puras de la verdad, sino máquinas calibradas para tipos particulares de creación de sentido: aquellos que pueden medirse, financiarse, absorberse sin demasiada interrupción.

Esto no se trata de pequeños ajustes, reformas menores, llamados suaves a la inclusión. Se trata de cuestionar todo el asunto. La vigilancia de la forma, el miedo al experimento: estos no son incidentales. Son la arquitectura de la autoridad institucional, los mecanismos de control. Escribir contra ellos no es solo cambiar el estilo de un argumento, sino perturbar las condiciones mismas de lo que se puede conocer, cómo se puede expresar, a quién se le permite hablar. Y quizás, solo quizás, permanecer con esa incomodidad el tiempo suficiente para que surja algo más.

El atractivo de lo no resuelto

La equivocación anhela corrección. Quiere ser suavizada, integrada en la aceptabilidad. Pero alguna equivocación se niega a ser corregida. Persiste —menos un error que un exceso, algo que no puede ser absorbido, que se sitúa en los márgenes de la legibilidad. La antropología, en su hambre de comprensión, siempre ha perseguido la resolución: el relato definitivo, la interpretación convincente, la última palabra. Incluso en la crítica, incluso en su giro hacia la descolonización y el autoexamen, se aferra a la forma, a la estructura, a la creencia de que, si se interroga lo suficiente, podría redimirse.

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Pero algunas cosas no se resuelven. Algunas cosas se resisten a la legibilidad, se niegan a asentarse en el significado. Los enredos de la antropología con el poder, sus lógicas extractivas, no son errores que deban corregirse, sino condiciones con las que hay que vivir. Lo mejor que podemos hacer es permanecer con la incomodidad, escribir desde el desorden, resistir la tentación de suavizar las cosas.

El fracaso no es solo una consecuencia de la equivocación; es lo que sucede cuando la equivocación se niega a ser absorbida. Es lo que persiste cuando el significado no logra coherencia. Crear desde este lugar no es solo jugar con la forma, es rechazar la idea de que el conocimiento debe avanzar hacia el cierre. Que conocer es estabilizar, hacer sin fisuras, volver coherente. La antropología creativa no es un adorno, no es un embellecimiento, es la práctica misma. Es el trabajo de deshacer la certeza, de habitar las lagunas, de hacer visible lo que se niega a ser contenido.

Lauren Berlant lo sabía. La ambivalencia no es vacilación, es un músculo mantenido en tensión. La fuerza para resistir la resolución, para permanecer con la contradicción sin obligarla a colapsar. “No dejas de estar en el mundo”, nos recuerda Berlant, “pero también creas otras posibilidades”. No desmantelar el pasado, sino doblarlo, estirarlo, dejarlo respirar hacia nuevas dimensiones. No huir de los fracasos de la institución, sino habitarlos —plena y honestamente— sin la falsa esperanza de que la crítica por sí sola los transformará.

El Arte Queer del Fracaso de Halberstam aboga por el fracaso como rechazo, una forma de eludir el éxito en los términos de la institución. La antropología permite el fracaso, pero solo de maneras que puede metabolizar (autorreflexión, incertidumbre metodológica, crítica), gestos que en última instancia reafirman su legitimidad. Pero ¿qué pasa con los fracasos que se niegan a la absorción? ¿El trabajo que no tiene coherencia, que no tranquiliza, que no encaja? ¿La escritura que persiste en los márgenes en lugar de suavizarlos?

Tomarse en serio el fracaso significa dejarlo estar, sin corregir. Escribir no para la resolución, sino para la posibilidad de que algo se abra. Este no es un argumento contra la antropología, sino una súplica por una antropología dispuesta a ablandarse, a desabrocharse, a inclinarse hacia su propio desmoronamiento. Una que no aprieta su agarre ante la incertidumbre, sino que lo afloja, se desplaza, crea espacio para lo incontenible. Una antropología que no avanza hacia el dominio, sino hacia el temblor, la fractura, el conocimiento que permanece en flujo.

Una cartografía de la desorientación

“Todos los niños ‘escriben’. Supongo que la verdadera pregunta es por qué tanta gente lo abandona.” — Margaret Atwood.

C.S. Lewis dijo: “Leemos para saber que no estamos solos”. Pero escribir es otra cosa. Escribir es el lento desenrollarse de la soledad, un hilo tirado de la oscuridad, un pulso bajo la piel. Un amigo me dijo una vez que escribir nos recuerda que estamos vivos. Pienso en esto cuando las palabras llegan a trompicones, cuando se asientan pesadas en el cuerpo antes de llegar a la página.

Incursioné en el trabajo creativo toda mi vida, pero nunca me comprometí por completo. Me dije que volvería a él más tarde, cuando el momento fuera mejor, cuando se sintiera menos como un riesgo. Entonces todo se detuvo. La pandemia, el silencio, el repentino cese del movimiento. La frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte engrosándose de la noche a la mañana entre mi casa en Dublín y mi lugar de trabajo y mi universidad en Belfast, un lento desmoronamiento de las reglas, un recordatorio de que el control siempre es una ilusión. Y luego una ruptura más profunda. La muerte de un ser querido. El duelo me atravesó como un cambio de marea, aflojando todo, dragando lo que había sido enterrado bajo las negociaciones diarias del trabajo, los plazos, la logística de ser un cuerpo en un sistema. En esa quietud, algo más se agitó: un tipo diferente de urgencia, una insistencia. Si no ahora, ¿entonces cuándo?

El duelo no llegó como un evento singular, sino como una atmósfera, densa e inescapable. Se movió como el clima: espeso, implacable. No solo tristeza, sino una separación. Una apertura. El cuerpo lo aprendió primero: respiración más superficial, una opresión en la garganta, el sueño reducido a un estado crudo y zumbante de casi. Ningún punto de impacto único, solo un dolor difuso, un tirón bajo las costillas.

Ami Harbin (2016), cuyo trabajo explora la desorientación, llama a esto ablandamiento: cuando la pérdida te despoja hasta dejarte algo más suave, desarmado, haciendo que incluso los paisajes más familiares se sientan extraños. Pero yo ya estaba deshilachada. La pandemia había convertido mi vida laboral en una especie de caída libre burocrática, atrapada entre las jurisdicciones cambiantes de Irlanda e Irlanda del Norte, cada una con sus propias reglas erráticas, a veces contradictorias. Una semana podía cruzar la frontera para enseñar, la siguiente no podía. Formularios, pruebas, permisos: siempre un nuevo requisito, siempre la sensación de que no estaba al día. Me moví a través de ese caos en un estado constante de ajuste, un pánico de bajo nivel zumbando por debajo de todo. Pero cuando llegó la muerte, no era algo que se pudiera navegar. Era una falla, una ruptura repentina y total. El caos profesional había sido agotador, pero el duelo era algo completamente diferente. No pedía gestión. Simplemente se apoderó de todo.

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Y así, mi duelo despojó todo hasta su forma más cruda, revelando el poco control que tenía: sobre el trabajo, sobre el movimiento, sobre la pérdida misma. El agotamiento de gestionar regulaciones cambiantes, de tratar de seguir el ritmo de las implacables recalibraciones de las políticas fronterizas y los mandatos universitarios, ya me había desgastado. Pero el duelo no tenía formularios que llenar, ni protocolos que seguir. Simplemente insistió. Y en esa insistencia, algo más surgió: algo indómito, algo que había pasado años tratando de contener.

La academia vende una promesa diferente: estabilidad a través de la adhesión. La fantasía de que si te conformas lo suficiente, la duda se calmará, el hambre se asentará. Pero la creatividad indómita rechaza todo eso. Llama a lo que enterramos, lo que persiste debajo. Para mí, escribir se convirtió en una forma de volver a mí misma, un acercamiento de algo que había dejado derivar demasiado lejos. Cada página, una recuperación. Cada página, un pequeño acto de desafío.

¿Me hace esto una mejor antropóloga? No. Me hace una diferente. Menos interesada en probar mi lugar, más dispuesta a arriesgarme. Menos atada a la autoridad del argumento, más atraída por el potencial generativo de la incertidumbre. La antropología ya nos enseña a convivir con la contradicción, a escuchar lo no dicho, a rastrear los deslizamientos entre el lenguaje y el gesto, la estructura y el sentimiento. Pero el trabajo creativo agudizó mi atención hacia algo más: el exceso, el desbordamiento, las cosas que se niegan a ser contenidas. Me enseñó a confiar en la forma como un modo de indagación, a comprender que el cómo contamos importa tanto como lo que contamos.

El trabajo creativo me hizo más sensible al ritmo del conocimiento: sus pausas, sus vacilaciones, sus erupciones. Me permitió ver que ciertas verdades solo pueden insinuarse, que algunas formas de comprensión se resisten por completo al argumento lineal. Me dio nuevas herramientas, nuevas texturas —fragmentos, ficción, poética— no como adornos sino como métodos necesarios, formas de hacer espacio para lo que no puede transcribirse fácilmente. Me hizo más porosa, más atenta a la carga afectiva del campo, a la forma en que el conocimiento no solo vive en las palabras sino en los cuerpos, en los paisajes, en la respiración. Más dispuesta a dejar que el trabajo me cambie de maneras que no puedo predecir.

Y en ese cambio también he encontrado a otros: personas cansadas de fingir, que no quieren que su trabajo sea impecable. Personas que sostienen sus propias pequeñas luces en la oscuridad. Las decepciones del parentesco académico aún persisten: las ausencias, las conversaciones que nunca llegaron. Pero también algo más: el silencioso reconocimiento de aquellos que también se han sentido deshechos, que también buscan algo más verdadero.

No necesitábamos construir algo grandioso. Fue suficiente encontrarnos. Sostener nuestras pequeñas luces parpadeantes contra la oscuridad. Recordar por qué empezamos.

Sobre los hombros de gigantes

“La pregunta no es quién te influencia, sino qué personas te dan coraje.” —Hilary Mantel.

Hacer este trabajo es pararse sobre los hombros de gigantes; no solo los nombres en las notas al pie, sino las voces que murmuran a mi espalda. Aquellos que labraron espacio para algo más vivo, más urgente. Quienes se negaron a heredar la antropología tal como se les entregó. La antropología creativa siempre ha sido una negativa, una forma de decir: esto también es conocimiento.

Pero crear no es solo separarse; es conectar. Hoy, redes como la Red de Antropologías Creativas de la EASA (CAN) hacen visibles estas herencias, entrelazadas. CAN, Allegra, Sapiens, Otherwise Mag, Third Shelf, Anthropology and Humanism; estos son espacios que no solo toleran la creatividad, sino que la nutren. Insisten en que el conocimiento no es solo lo que argumentamos, sino cómo damos forma, cómo nos movemos, cómo traemos el pensamiento a la vida.

La antropología creativa ya no se encuentra en la periferia. Se mueve a través de la disciplina, estirando sus límites, desplazando su peso. Expandiendo lo que nos permitimos ver, decir, sentir. Resiste la fluidez de la producción de conocimiento, rechaza la ecuación de rigor con esterilidad. Sin ella, corremos el riesgo de osificación: un campo tan preocupado por su propio reflejo que olvida mirar hacia afuera, escuchar, respirar.

Este momento —esta creciente visibilidad— se siente menos como un grito de batalla que como una apertura. Bayo Akomolafe lo llama un gran silencio, un silencio antes de que nazca algo vital. “El aire está repentinamente vivo con ricas propuestas”, escribe. Así se mueve la creatividad. El momento antes de que la pluma toque la página, antes del primer corte de la película, antes de que la historia tome forma. Una expansión lenta y temblorosa de la posibilidad.

Porque la creatividad no es solo un modo, es una forma de escuchar, una forma de prestar atención. La escritura, el cine, la narración gráfica; estos no son adornos, no son florituras, sino formas de pensar. Pienso en la creatividad como una especie de hechizo: runas grabadas en el archivo, un alcanzar lo desconocido y traer algo de vuelta.

¿Y qué es esta creatividad, sino una especie de alegría? No la alegría de la maestría, del logro, sino la alegría como expansión. Sara Ahmed habla de la alegría como algo que nos estira, hacia los demás, hacia la posibilidad. Quizás por eso importa la antropología creativa. No porque sea una elección estética, sino porque nos recuerda que no estamos solos.

Esto es lo que los gigantes, los aliados, me han dado: no certeza, sino coraje. El coraje para crear cuando las palabras flaquean, para hacer cuando la forma no está clara, para sentarme dentro de los bordes inquietos e inacabados del trabajo. Confiar en que la vacilación, esa incomodidad, no es un fracaso sino una apertura. Permanecer con lo desconocido el tiempo suficiente para ver qué más podría ser posible.

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Entonces, ¿qué significa trabajar de manera más creativa, no solo al escribir, sino al pensar, al hacer, en las formas en que nos relacionamos con el mundo? No es una fórmula, no es un método, no es algo que se pueda empaquetar cuidadosamente; esto es lo que todos debemos resistir. Es, en cambio, fugitivo, elusivo, una serie de gestos desobedientes. Comienza con la atención. Con seguir lo que nos mueve antes de traducirlo. Con preguntar: ¿Qué siento cuando estoy creando? ¿Cómo podría seguir ese sentimiento en lugar de aplanarlo?

Prácticamente significa experimentar con la forma. Dejar que el ritmo guíe un argumento, permitir que el silencio se asiente donde nos enseñaron a llenar el espacio. Dejar que la imagen, el movimiento, el sonido transmitan significado donde las palabras se quedan cortas. Significa confiar en el cuerpo como un sitio de conocimiento, permitir que el gesto, la voz, la materialidad hablen junto con el análisis. Significa escribir en fragmentos en lugar de una exposición fluida, filmar de maneras que inquietan en lugar de resolver, usar la narración gráfica para contener lo que no se puede expresar fácilmente en texto. Significa trabajar con el sonido tanto como con las palabras, pensar a través de la textura, la resonancia, la ruptura. Si la academia tiene una coreografía —un conjunto de movimientos que establecen legitimidad—, entonces la práctica creativa pregunta: ¿qué sucede cuando bailamos de manera diferente, o nos negamos a bailar por completo?

Pero que quede claro: esto no se trata de elegir la creatividad sobre la erudición. Se trata de rechazar la ilusión de que ambas están separadas. La creatividad no es un escape del rigor, ni un rechazo de la erudición, sino una insistencia en que el conocimiento toma muchas formas, que la creación de significado es expansiva, porosa, viva. Hay espacio para ambos: para la densidad del texto teórico y el aliento del poético, para la precisión del análisis y la aguda claridad de una imagen, un gesto, un paisaje sonoro que lo dice todo de un solo golpe.

La antropología creativa no es una desviación del conocimiento. Es otra forma de conocer. Y quizás, para algunos de nosotros, la forma más sincera de hablarle al mundo.

Conclusión: Un llamado a una academia creativa y afectuosa

“Mirar oblicuamente los bordes de las cosas, donde se juntan con otras cosas, a menudo puede decirte tanto sobre ellas como mirarlas directamente, con atención, de frente.” — Clifford Geertz

La universidad neoliberal exige pulcritud. Precisión. La línea argumental clara, la conclusión impecable. Pero la creatividad —la creatividad real— vive en las grietas. En los bordes temblorosos donde las cosas se deshacen. Admitir el fracaso, equivocarse, permanecer abierto e inseguro, no es colapsar sino aflojar, hacer espacio para algo crudo y vivo. Esta apertura —desprotegida, sin guion— es la condición del trabajo creativo. Es donde la antropología vuelve a respirar, donde deja ver sus costuras, donde deja de disculparse por no tener todas las respuestas.

La escritura es un hilo, pero no el único. Recurro a ella porque permite la lentitud, la escucha, el agudizar las preguntas que no me dejan ir. Pero también he trabajado en otras formas: coproduciendo cortometrajes, creando un libro gráfico, experimentando más allá del texto. Estas formas han remodelado no solo lo que sé, sino cómo lo sé: moviendo, inquietando, exigiendo algo diferente. ¿Qué pasaría si la academia abrazara no solo la erudición creativa, sino una definición más salvaje del conocimiento mismo?

¿Qué pasaría si, en lugar de tratar el fracaso como algo que evitar, lo viéramos como la condición para hacer algo nuevo? ¿Qué pasaría si los errores, esos momentos en que nos quedamos cortos, no fueran retrocesos sino aperturas? ¿Qué pasaría si la academia se convirtiera en un lugar de experimentación, donde lo imperfecto, lo no resuelto, no fuera algo por lo que disculparse sino algo desde lo que construir?

Mary Oliver escribe sobre el arrepentimiento, sobre el dolor del potencial no vivido. Pienso en esto a menudo. Pienso en todas las formas en que diferimos el trabajo que nos llama con más urgencia, las formas en que marginamos lo que se siente demasiado rebelde, demasiado impráctico, demasiado difícil de justificar. Y así elijo, una y otra vez, arriesgar lo inacabado, permanecer dentro de la incertidumbre, comprometerme con este devenir. Pero no estoy sola. Otros ya han estado abriendo caminos, ensanchando las grietas, dejando entrar la luz.

La pregunta ya no es si el cambio es posible. La pregunta es quién asumirá el trabajo a continuación, y de qué maneras.

Así que aquí está la invitación: deja que la inquietud te guíe. Deja que las formas cambien. Deja que el trabajo sea extraño, poroso, incontenible. Encuentra a los otros que buscan algo más, aquellos que rechazan la historia de que el conocimiento debe ser pulcro, que la erudición debe ser fluida. Escribe, haz, pinta, filma, reúne. Construye la academia en la que quieres vivir, un fragmento irregular y luminoso a la vez.

Referencias

Ahmed, S. 2010. The Promise of Happiness. Durham: Duke University Press.

Akomolafe, Bayo. 2023. “Do You Feel It.” Accessed June 9, 2024. https://www.bayoakomolafe.net/post/do-you-feel-it.     

Berlant, Lauren. 2021. “Intimacy as World-Making.” Accessed June 9, 2024. https://extraextramagazine.com/talk/lauren-berlant-on-intimacy-as-world-making.

Berlant, L. G. 2022. On the Inconvenience of Other People. Durham: Duke University Press.

Halberstam, Jack. 2011. The Queer Art of Failure. Durham: Duke University Press.

Harbin, Ami. 2016. Disorientation and Moral Life. Oxford: Oxford University Press.

Fuente: AllegaLab/ Traducción: Maggie Tarlo

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