por MARCO LAZZAROTTI – Universidad de Heidelberg
Tenemos una tendencia a percibir el paso del tiempo como trazado por el camino de una carrera académica idealizada. Desde esta visión, la carrera académica se percibe como una carrera de obstáculos, o quizás una carrera de eliminación, con caminos bien definidos y obstáculos cuidadosamente trazados ante nosotros. A medida que avanzamos inexorablemente por este camino, estamos tan concentrados en las metas y los obstáculos que tenemos por delante que nos olvidamos de darnos cuenta de que nuestra vida (y nuestra juventud) llega a su fin. Después de la conquista del doctorado, que ya expulsó a muchos de los concursantes de la carrera, los supervivientes compiten por puestos como postdoctorados, adjuntos y profesores asistentes, siempre con la esperanza de llegar a la meta y conseguir un codiciado puesto como profesor titular. Todos comparten el mismo sueño, pero sólo unos pocos llegarán a la fase final de esta competición elitista.
El gran problema al que nos enfrentamos como académicos es que este sistema no muestra signos de disminuir. Sólo unos pocos elegidos pueden esperar alcanzar este objetivo cada vez más inalcanzable, pero el sistema nos da a todos la misma falsa esperanza: que algún día podríamos convertirnos en uno de los pocos elegidos. Que algún día nos convertiremos en esa persona especial: recibiremos generosas subvenciones para viajes, prestigiosas becas, financiación de proyectos, solicitudes de cooperación internacional y ofertas para publicar con otros profesores destacados en libros publicados por prestigiosas editoriales. Aunque en los últimos años se ha vuelto cada vez más posible encontrar trabajos que apliquen el conocimiento antropológico fuera de la academia, llegué a la mayoría de edad en una época en la que la disciplina sólo parecía existir en los departamentos universitarios. Para muchos de mi generación, la carrera académica parecía la única opción posible.
Lo más insidioso de este sistema es que, aunque está diseñado para que sólo unos pocos puedan tener éxito, nos da la ilusión de esperanza al repartir pequeñas recompensas a lo largo del tiempo: becas, posdoctorados, puestos adjuntos, etc. De esta manera funciona de forma muy parecida a la máquina tragamonedas de un casino, asegurándose de que ganemos lo suficiente para no abandonar la carrera. Así, la disciplina de la antropología –tal como está actualmente institucionalizada– crea tanto el deseo de una carrera académica como la ilusión de poder cumplir ese deseo si somos lo suficientemente inteligentes y trabajamos lo suficientemente duro. Al hacer esto, nos roba cualquier sensación de envejecimiento o del paso del tiempo.
Uno de los efectos secundarios de esta situación, y quizás lo que hace que nuestros sistemas educativos se parezcan más a “fábricas de cerebros”, es que el desarrollo de nuestras carreras académicas está ligado a nuestros ciclos biológicos. Incluso si no soy tan “viejo”, el envejecimiento en el mundo académico es un tema que siempre ha estado cerca de mi corazón. Tengo familia (esposa e hijo) y comencé mis estudios antropológicos bastante tarde en comparación con la edad a la que otros académicos normalmente comienzan su carrera. Ahora me encuentro en esa etapa de mi carrera en la que es necesario moverme por el mundo y estar preparado para adaptarme a las distintas convocatorias de puestos, que suelen variar de seis meses a un año. Se trata de un sistema diseñado para personas relativamente jóvenes y sin compromisos familiares (especialmente aquellos con hijos en edad escolar). Esto me hizo consciente de cómo las carreras académicas están diseñadas de manera que se supone que diferentes edades cronológicas avanzan a la par de ciertas etapas de esta carrera. Mi propia experiencia de desajuste entre mi edad y mi carrera me hizo especialmente consciente del hecho de que estoy envejeciendo y de que, cada año que pasa, tengo menos energía que el año anterior. También estoy menos dispuesto a utilizar esta energía limitada para conseguir contratos de duración determinada. Prefiero dedicar mi tiempo a las cosas que más me importan: mi familia y mi investigación. Cuando esto se combina con reformas neoliberales que han socavado el estado de bienestar, me encuentro cada vez más ansioso por mi vejez.
Entonces, si este juego está amañado contra académicos mayores como yo, ¿por qué no lo dejo? La respuesta corta es que mi experiencia realizando investigaciones de campo, así como las relaciones que establecí con los estudiantes con los que tuve el placer de trabajar a lo largo de los años, han sido lo suficientemente gratificantes como para mantenerme en el juego. Estas pocas perlas preciosas que he recogido de mis experiencias han sido suficientes para decidirme a no retirarme del concurso todavía. Además, el hecho de que, mientras escribía este texto, tuve que cambiar mis gafas a bifocales por primera vez en mi vida, me recuerda que el tiempo pasa para todos, y para mí también.
Fuente: AnthroDendum/ Traducción: Maggie Tarlo