La ruina de la música católica

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por MARCELO PISARRO – Universidad de Carolina del Sur

Murió el papa Francisco y en los templos no suena nada digno del acontecimiento. A veces se oyen campanas. Algún réquiem copiado en un doblecasetera. Un par de salmos mal entonados. No mucho más. Lo cual es malo. Pero no tan malo. Porque la alternativa es la música ruidosa, pastoral y torpe que habitualmente se oye en los templos católicos. Música para quienes creen que comunidad es juntarse a cantar canciones que parecen jingles de detergentes y que riman “Señor” con “amor” y “amor” con “pastor”. Música tan empobrecedora que te hace pensar que acaso sea un castigo anticipado por algún pecado original que no te fue debidamente informado al nacer.

No siempre fue el caso. El catolicismo tiene buena acústica. Ese es su primer y más duradero aporte a la historia de la música: la arquitectura como cámara de resonancia, la teología como reverberación. El resto es posproducción.

Pocas instituciones hicieron tanto por la música como la Iglesia Católica. A veces no fue por las razones más nobles, pero eso no le quita mérito, sólo le agrega un contexto: la música del barroco mestizo de las misiones jesuitas de Chiquitos estuvo al servicio de la conversión forzada al cristianismo. No le resta valor, pero tiene un contexto. Y no deberías olvidarlo.

Acaso sea exagerado decir que ninguna música que te gusta habría existido sin la intervención de la Iglesia Católica —partiendo del hecho de que quizás te gusten el maqām árabe, el dastgāh persa o el mugham azerí, el gagaku japonés, el yayue chino, la música de corte coreana, la ópera de Pekín o el shakuhachi budista, o la música de tradiciones subsaharianas como las de los pueblos Ewe, Yoruba, Shona o Mandé, o cualquier otro sistema coherente de sonidos que haya mantenido cierta distancia del marco grecolatino-cristiano—; pero es exagerado de la manera en que es exagerado decir que hoy no escucharías The Shape of Punk to Come de Refused o “Fiesta” de Rafaella Carrà en la aplicación de Spotify de tu teléfono inteligente si el físico Julius Edgar Lilienfeld no hubiera patentado algo parecido al transistor de efecto de campo metal-óxido-semiconductor en 1925: sí, es exagerado, pero no.

La Iglesia Católica no inventó la música occidental, aunque sí fue su agente cohesionador más ambicioso: codificó el silencio, afinó el alma, entrenó el oído, domesticó el tiempo. Transformó la plegaria en partitura, la arquitectura en acústica, el dogma en armonía. A veces alcanzó lo sublime. A veces hizo el ridículo. Otras veces se mantuvo en un punto intermedio. Pero siempre con la pretensión —única, desmesurada, inimitable— de que el universo entero podía caber en un acorde. Si ahora te resulta posible seguir la marca en tu banda emo sassy dancey screamo es porque un monje benedictino llamado Guido de Arezzo introdujo a comienzos del siglo XI las líneas en el pentagrama y le puso nombres a las notas: ut, re, mi, fa, sol, la. Deberías prenderle una vela.

Hablar de la música de la Iglesia Católica es seguir una historia de sonoridades en conflicto: lo sagrado y lo vulgar, lo sublime y lo pomposo, lo litúrgico y lo delirante. Es la historia de un canto que no intentaba seducir, pero que lo hacía igual. Un relato de polifonías que se convirtieron en armas de guerras políticas. Una serie de experimentos fallidos que aquellos que tenían el poder impusieron sobre aquellos que no lo tenían. Es el drama musical más largo del mundo occidental y tiene todos los elementos narrativos de una telenovela: poder, traición, trascendencia, kitsch, herejía y un soprano de coro que canta un poco desafinado porque lo castraron con más devoción que conocimientos anatómicos.

Canto gregoriano.

El canto gregoriano fue el primer éxito. El verdadero hit. El único género que fue prohibido por ser demasiado santo y demasiado aburrido. Este canto —que lleva el nombre del Papa Gregorio Magno I— es monódico, modal, no métrico y extrañamente libre de ego. Lo cual lo hacía perfecto para una Iglesia que quería representar humildad universal mientras construía estructuras capaces de humillar ciudades. Su falta de progresión armónica era teológica: el tiempo lineal sin clímax. Los modos como el dórico y el frigio evocaban un pasado anterior a la Iglesia (los padres fundadores tenían la costumbre de robarle a los paganos y llamarlo revelación divina). La belleza del canto gregoriano está justamente en su entrega: no hay un “yo”, sólo el flujo de las sílabas sagradas. Ni siquiera Dios tenía un solo en el canto gregoriano.

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Durante al menos cuatro centurias, entre los siglos VI y X, fue la música de la liturgia católica. Música que había que preservar y transmitir. Eso requería un sistema de notación y un archivo. Tuvieron que inventar uno. Aquí fue cuando Arezzo y otros hicieron posible que pudieras tocar en tu banda emo sassy dancey screamo.

Pero el canto solo nunca bastó. El oído humano se inquieta rápido. Apareció la polifonía, la combinación de múltiples líneas melódicas simultáneas. Y con la polifonía vino el conflicto. En el momento en que una voz se dividió en dos, la teología se volvió contrapunto. Ya en el siglo XII, en la Escuela de Notre-Dame de París, compositores como Léonin y Pérotin llevaron la armonía hacia terrenos teatrales y estiraron sílabas como si fueran una bandita elástica litúrgica. Ya no era oración. Era performance. Cuando la nota contra nota de la ars antigua cedió ante la complejidad sincopada de la ars nova del siglo XIV fue como pasar de la primera Iron Man a la batalla final de Avengers: End Game. Cada voz añadida al motete era un riesgo teológico: ¿podía la unidad sobrevivir a la complejidad? ¿Podía cantarse la salvación en quintas paralelas? ¿Podía ornamentarse un amén y seguir significando amén?

El Concilio de Trento pensaba que no. La paranoia de la Contrarreforma alcanzó a la polifonía. Los jerarcas de la Iglesia sospechaban que los oyentes no entenderían los textos sagrados si se los daban con contrapuntos elaborados y pasajes melismáticos extensos. No importaba que la mayoría de los feligreses fueran analfabetos y no entendieran ni una palabra de latín sin importar sus contrapuntos. La Iglesia desconfiaba de la música que te hacía sentir en vez de obedecer. Lo interesante es que Palestrina —el compositor italiano del siglo XVI consagrado como el héroe que salvó a la polifonía— escribió una de las músicas sacras más sensuales del siglo. Su Missa Papae Marcelli, la Misa del Papa Marcelo, es pura línea suave, disonancia cuidadosamente medida, resoluciones estratégicamente postergadas. Es polifonía con ritmo anticonceptivo: contenida pero no estéril. El Concilio la aceptó porque sonaba casta. Los mejores compositores saben cómo colar el deseo entre los pliegues del dogma. Así fue como la música católica siguió siendo buena: con astucia.

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La música sacra del Renacimiento también fue una buena época. No por la ortodoxia sino por la tensión entre piedad y placer. Los motetes de Josquin des Prés son catedrales del deseo en miniatura. El Officium Defunctorum de Victoria convierte la muerte en un pasillo de terciopelo. Gabrieli llenó San Marcos de metales como si el Juicio Final necesitara un ejército de ingenieros de sonido. Gesualdo confesaba sus asesinatos con disonancias; en sus responsorios no se oía a Dios sino al pánico. Lassus, Byrd y Morales sabían que para escribir música verdaderamente sagrada había que coquetear con lo profano. No eran empleados de la Iglesia. Eran saboteadores con plaza fija.

Y entonces llegó el Barroco.

El Barroco fue la fiesta de cocaína del catolicismo. Después de que la Reforma destrozara media Europa y la Iglesia se quedara sin el monopolio de la fe, hubo que subir el volumen. Literalmente. No se pierden cien millones de almas frente a Lutero sin lanzar una campaña audiovisual a todo trapo. Pan y circo, circo subrayado. Metieron todo lo que tenían: el oratorio, la cantata, la misa teatral. Entendieron el poder del espectáculo: si los protestantes eliminaban el incienso, el latín y la música, los católicos construirían altares que sangraban y contratarían coros capaces de provocar terremotos. Las misas se volvieron parques temáticos, obras de Broadway, Kiss contra los fantasmas. Y así obtuvimos la Misa en Si menor de Bach. Obtuvimos las Vísperas de Monteverdi, compuesta para la Virgen como si la Virgen pudiera cantar en falsete y pedir bis. Obtuvimos a Scarlatti escribiendo ornamentaciones vocales tan excesivas que parecían la venganza estética de alguien que odia el silencio.

Bach, 1729.

Pero por cada Bach, un luterano que escribió mejor música católica que la mayoría de los católicos, había un Pergolesi exprimiendo el pathos como un predicador callejero en Nápoles. Hacer la mejor versión del Stabat Mater se volvió una competencia: quién lograba que el dolor de María fuera más trágico y más taquillero. Lo peor del Barroco católico es inseparable de su kitsch. Ahora el cielo era rococó. Demasiadas cuerdas, demasiadas suspensiones, demasiado Jesús como soprano. La música buscaba conmoverte, pero muchas veces sólo se te abalanzaba. Fue como darle las llaves del Vaticano a Phil Spector. Un poco está bien. Pero con Spector y el Barroco nunca es un poco. Es mucho. Es todo. Es demasiado.

La Ilustración trajo claridad y la era clásica, orden. Entonces la música sacra trató de fingir que ya no estaba pasada de cocaína. Las misas de Haydn son ordenadas, ingeniosas y, a menudo, aburridas. Las obras sacras de Mozart son litúrgicas sólo de nombre (su Réquiem es una pieza teatral con incienso; es bella, pero nadie puede decir que sea santa). Los peores experimentos de esta época consistieron en intentar meter el dogma en forma de sonata. Jesús no murió en exposición-desarrollo-recapitulación. La simetría es un insulto.

Y luego llegó el siglo XIX. El Romanticismo. El largo suspiro. La música católica se volvió operística. Liszt escribía misas para un Dios al que le gustaban los arpegios. El Te Deum de Bruckner suena como un hombre que quiere impresionar tanto a Dios como a Wagner. La teología se volvió música. La trascendencia se ganaba con cromatismo y trémolo. La Iglesia abrazó la orquesta. El cielo adquirió timbales. El órgano se convirtió en un instrumento teológico de destrucción masiva.

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Pero los verdaderos crímenes musicales empezaron a mediados del siglo XX.

El Concilio Vaticano II, el último hasta la fecha, que duró cuatro años, entre 1962 y 1965, no mató a la música católica, no del todo, pero por las dudas le hizo la autopsia. El objetivo era reevaluar las relaciones entre la Iglesia y lo que llamaban “el mundo moderno”, lo cual supuso, desde el punto de vista conciliar, esconder la Misa de Schubert en el ropero y seguir las enseñanzas melódicas de Palito Ortega. Continuaban pensando que los feligreses eran unos tarados, pero no hubo ningún Palestrina que saliera en su defensa. El paso a la liturgia en lengua vernácula, aunque sociológicamente defendible, creó un vacío sonoro que pronto se llenó de mediocridad. Se fue el motete en latín, entró la guitarra estilo León Gieco. La misa folk no fue solo una concesión sino una rendición. “Aquí estoy, Señor” no es un himno. Es una nota de rescate en compás de 6/8. Lo peor de la música post-Vaticano II intenta fabricar sinceridad con acordes robados de John Denver y letras que suenan a terapia de autoayuda. La teología se aplanó. La música la siguió. Lo que antes era trascendente se volvió canción jipona de fogón de campamento. Lo que evocaba misterio ahora pedía palmas. Escuchen La Transfiguration de Notre Seigneur Jésus-Christ de Messiaen interpretada por la Orquesta Sinfónica Nacional y el coro de Westminster bajo dirección de Antal Doráti; y después escuchen “Dulce doncella” tocada con una guitarra criolla sacada del canasto de donaciones. Esto es otro producto del pobrismo del Concilio Vaticano II. El papa Francisco salió de esa escuela. De hecho fue el primer Papa de la historia en formarse en esa corriente de pensamiento.

Kerensa Briggs.

Hay excepciones. Arvo Pärt. James MacMillan. Cecilia McDowall. Chichester Psalms de Leonard Bernstein. Los cantos de Taizé. Kerensa Briggs. La Missa Lumen de Lumine de Sungji Hong. Algunos excéntricos que entienden que la música sacra no debe ser cómoda. Que la trascendencia no puede apurarse. Que lo sagrado necesita disonancia, silencio, incertidumbre. Que se mueve en el asombro, en el terror, en ese tipo de belleza que no halaga, en el mysterium tremendum et fascinans de Rudolf Otto: la música como un misterio tremendo y fascinante.

Durante siglos la Iglesia Católica fue el mayor mecenas de la música occidental. Ahora es irrelevante en términos sonoros. Y ahí hay una lección.

Porque una iglesia que no incomoda tampoco puede consolar. Y una música sin tensión no puede sostener el peso de una vida ni la levedad de una muerte. La música católica fue grande cuando era extraña. Cuando inquietaba. Cuando te desafiaba. Cuando no era un fondo sonoro, sino un umbral.

Ahora queda el eco. El eco de lo que fue una de las maquinarias musicales más sofisticadas del mundo occidental. Y también el eco de todo lo que pudo haber sido y no se atrevió. Porque la fe no muere con un Papa, pero el sonido, cuando no se lo cuida, se apaga.

Fuente: Pasajes Sonoros.

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