por ALINA KLINGSMEN – alina@antropourbana.com
Mi primer trabajo cuando me mudé de Buenos Aires a Filadelfia fue en una sucursal de Blockbuster. Era una de las últimas trescientas sucursales de Blockbuster que se resistían al futuro, a veces sin clientes durante toda una jornada, en silencio, o con la música funcional insulsa programada desde la casa central que te hacía extrañar el silencio; una de las últimas trescientas sucursales que se encaminaban a convertirse en un vago recuerdo de un tiempo extraño dejado atrás: Ah, sí, me acuerdo de Blockbuster, o más o menos, ¿en serio la gente iba en persona a alquilar películas? ¿Y las películas alcanzaban para todos? ¿O las copiaban por pedido en el momento? ¿Por qué no las pedían por teléfono? ¿No existía la entrega a domicilio? ¿Qué significa VHS? Es curioso, siempre, explicar un mundo extinto.
Una franquicia de trescientas sucursales suena grande. Cualquier pequeña o mediana empresa ni siquiera soñaría con trescientas sucursales de su negocio. Estarían conformes con tres o con cuatro. Más que conformes. Estarían felices y radiantes. Pero Blockbuster había llegado a tener nueve mil sucursales sólo una década antes de que yo llenara la aplicación para ocupar el mostrador de la tienda de la esquina de Parrish y la 25 Norte. Sólo en esa sucursal, cinco años antes, solían trabajar once personas por turno, sin contar el personal de técnica, limpieza y administración, más todo el personal externo, desde supervisores de la casa central hasta el camioncito que sustituía los botellones de agua. Las once personas sólo se dedicaban a la atención al público. A acomodar cajitas de películas, cobrar, recomendar estrenos o viejas perlas olvidadas. Ahora había una sola persona por turno. Y era más que suficiente para la escueta clientela. Yo ocupaba el turno de la mañana, tres días a la semana, y el de la tarde, otros dos días, más una jornada comodín que podía ser esto o aquello. Entendí, desde el principio, que no iba a jubilarme en Blockbuster.
Los pocos empleados de Blockbuster sabían que tenían los días contados como empleados de Blockbuster. Todos pensaban en un plan B, C, D y Z. Por eso resultó tan fácil conseguir el trabajo. Fue durante mi segundo día en la ciudad. Ni siquiera había desarmado las valijas. Pasé caminando por la puerta, por nada en particular, y vi un cartel solicitando personal. Nadie más lo quería. Era un trabajo sin futuro. Sin presente, casi. Así que lo tomé.
Para entonces había acumulado muchos trabajos sin futuro mientras estudiaba la carrera de grado. Había atendido un kiosco del microcentro porteño y me había especializado en preparar salchichas. Había vendido planes telefónicos y había freído papas fritas en un McDonald’s de la localidad de Martínez. Había sido instructora de surf durante los veranos e instructora de esquí durante los inviernos. Había trabajado como traductora, desarrolladora de contenidos, asistente contable, profesora de inglés, profesora de matemática y coordinadora de gestión interprovincial en un despacho ministerial. Luego había trabajado en espacios más próximos a la investigación de mi tesis, que es la logística intercultural, un área sumamente chiquita de la antropología empresarial. Eso me llevó a empresas grandes y famosas, las que ponen sus marcas en camisetas de fútbol y en lo alto de torres de vidrio. Tenía una hoja laboral bastante impresionante. Ni siquiera había cumplido los veintiséis.
Cuando llegué a Filadelfia no tenía plan B, C, D ni Z. No tenía plan. Sólo quería cambiar de ciudad antes de empezar la maestría en mi área sumamente chiquita. Tenía algo de plata en el bolsillo. No iba a morirme de hambre. Pero trabajar, fuera preparando salchichas en un kiosco o fuera gestionando conexiones transculturales para empresas con nombres en torres vidriadas, no era algo negociable. Yo siempre trabajaba. De lo que fuera. No trabajar me parecía tan extraño como no cepillarme los dientes. Simplemente lo hacía. Ni lo pensaba. Cuando vi el cartel de “se busca” en el Blockbuster tampoco lo pensé. Era un trabajo y yo trabajaba. Imprimí mi cv en un mercadito llamado Maria’s, al frente de la Universidad Temple, y volví al Blockbuster. Empecé al día siguiente. Turno tarde. Mi uniforme era una chomba azul con cuello y mangas amarillas. Pensé en la camiseta de Boca Juniors. Pensé en que no tenía a nadie a quien comentárselo en el local de Blockbuster. No era una cuestión de choque cultural. Es que ese día no hubo ni un solo cliente. Sólo una tienda vacía y la música funcional.
Blockbuster cerró las trescientas franquicias restantes dos meses después de mi contratación. Para entonces tenía un plan B, C, D y Z. Empecé a trabajar en una de esas empresas con nombres en torres de cristal que a su vez está contratada por otras empresas con nombres en otras torres de cristal. Todavía estoy ahí. Acá. Mi área de trabajo sigue siendo ese campo sumamente chiquito de la antropología empresarial. Tanto que en la empresa gigante ni sabían en qué departamento anotarlo. Yo sugerí, medio en broma, medio en serio, que lo anotaran como antropología logística. Es lo que ahora mismo, en una placa sobria y seria, está anotado en la puerta de mi oficina.
De la experiencia en Blockbuster no puedo sacar las moralejas habituales. Fue solo otro trabajo. Sin embargo, como siempre, fue especial. A veces los trabajos son especiales por cuestiones sumamente personales. Porque descubrimos nuestra vocación, o porque nos enamoramos de alguien, o porque un accidente nos dejó sin dedos, o sin manos, o sin piernas, o sin orejas. Otras veces las razones son menos personales, más estructurales, y esa fue mi experiencia en Blockbuster. Estaba en un barco enorme a punto de hundirse y todos los pasajeros sabían que iba a hundirse y no podían más que esperar el agua helada mojándoles los pies. Pocas veces las organizaciones o empresas son tan conscientes de su inminente final. Una vez una arqueóloga de la Universidad de Pensilvania me dijo que todas las grandes civilizaciones desaparecidas siempre son conscientes de su inminente desaparición. Y que por eso, de algún modo, algo sobrevive. Una piedra, un templo en ruinas, un recuerdo. No sé qué habrá quedado de Blockbuster. Qué piedra, qué templo, qué recuerdo. Lo que sí espero es que todos hayan olvidado aquella fea música funcional.