La antropología urbana es un acto de cinismo intelectual

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por TARA VALENCIA – CUNY

La antropología urbana es el arte de observar el naufragio sin meterse al agua. Se dice que estudia la ciudad y sus habitantes, pero en realidad es un testimonio de cómo las civilizaciones se derrumban en tiempo real, con un ritmo tan lento que nadie nota el desmoronamiento hasta que es demasiado tarde. Es la crónica de lo absurdo: un campo de estudio que pretende ser imparcial mientras observa a las ratas pelear por las migajas de un sistema que las condena.

El urbanita promedio se cree libre, pero su libertad es la de un roedor en un laberinto bien diseñado. La ciudad le promete movilidad, oportunidades, diversidad, pero lo ata con deudas, horarios, normas implícitas y una vigilancia omnipresente. Se jacta de su independencia mientras obedece las lógicas del mercado inmobiliario, los caprichos de un transporte público ineficiente y la amenaza constante de la gentrificación, que lo expulsa en cuanto deja de ser rentable.

Las ciudades son espacios de innovación, dicen los optimistas. Son laboratorios sociales donde se gesta el futuro. Quizás. Pero también son trincheras de una guerra silenciosa donde cada calle tiene dueño, cada plaza es un territorio disputado y cada semáforo es un recordatorio de que hasta la mínima acción está regulada. El habitante urbano no camina, sortea obstáculos. No conversa, negocia su espacio vital. No descansa, se anestesia con entretenimiento prefabricado para olvidar que la ciudad no está hecha para él, sino para el capital.

El antropólogo urbano se enfrenta a la paradoja de ser testigo y cómplice. ¿Puede realmente analizar una estructura en la que está atrapado? Su objeto de estudio lo consume, lo devora en cada trayecto en metro, en cada alquiler impagable, en cada manifestación sofocada por policías antidisturbios que protegen el “orden”. Observa, anota, teoriza, pero al final del día también paga impuestos, también obedece, también necesita un lugar donde vivir. Quizás por eso la antropología urbana es un acto de cinismo intelectual: sabemos que el sistema es una trampa, pero seguimos escribiendo sobre él como si la lucidez fuera suficiente para salvarnos.

Y sin embargo, hay belleza en todo esto. En serio. Sólo que hay que buscarla bajo los escombros de todos nuestros fracasos. Está en la rebeldía silenciosa del que se apropia del espacio público, en la solidaridad de los que sobreviven juntos, en los pequeños actos de insumisión que desafían la maquinaria urbana. Porque incluso en su decadencia, la ciudad sigue siendo humana. En los callejones donde la economía informal desafía las normas, en los parques donde los ancianos cuentan historias a niños que nunca tendrán propiedad sobre el suelo que pisan, en los vendedores ambulantes que resisten la homogeneización corporativa.

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Quizás el único final optimista posible para hablar de una antropología urbana es que, a pesar de todo, seguimos aquí, reconstruyendo la ciudad una y otra vez, sin aprender, sin rendirnos. Tal vez eso sea lo que nos hace humanos: la absurda pero indestructible convicción de que podemos hacer de esta trampa un hogar.

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