por HENRIETTA CHICO NOFRE
Acababa de graduarme de la universidad cuando murió mi padre. Murió inesperadamente, en Filipinas. En menos de cuarenta y ocho horas mi madre y yo hicimos las maletas y volamos de Los Ángeles a Manila, una ciudad que no había visitado desde que tenía nueve años.
Nadie me dijo que tendríamos un funeral filipino tradicional para mi padre. Me enteré cuando entramos por la puerta principal de la casa de mi tío y vi el ataúd abierto de mi padre en la sala de estar.
Le susurré a mi madre: «¿Dónde nos quedaremos?». Mi madre respondió: «Aquí». Mi padre no sería enterrado hasta dentro de una semana.
Lo que vi me aterrorizó. El depósito de cadáveres había enviado una presentación junto con el ataúd de mi padre. Colgando en el fondo había cortinas de terciopelo rojo con un crucifijo de oro de un metro de altura flotando en el medio de un alambre. A ambos lados del ataúd había candelabros adornados que brillaban con una docena de bombillas en forma de llama.
A pesar de lo asustada que estaba, sabía que lo peor se avecinaba. El verano acababa de comenzar y ya estaba cerca de los 38 grados dentro de la casa. Y en la mañana del segundo día, sucedió. Mi padre comenzó a descomponerse. Cuando vi que el moho crecía en su rostro, me alejé lentamente del ataúd.
Mientras me movía lentamente, podía contener el horror y la repulsión que se agitaban dentro de mí. Le conté a mi tía lo que había visto y esperaba que reaccionara alarmada. En cambio, fue a buscar alcohol isopropílico del baño y limpió el moho con un trozo de papel higiénico.
Yo era una estadounidense. En los Estados Unidos, los cadáveres son tabú. Inmediatamente son separados de los vivos en funerarias donde se mantienen en frigoríficos. Ver la decadencia humana es repugnante y antinatural. Tenía la responsabilidad de ser respetuosa con la familia de mi padre, pero estaba al borde del pánico.
En mi desesperación, recurrí a la antropología. Una de las primeras cosas que aprendí como estudiante de antropología fue que las personas, sin saberlo, utilizan su propio sistema de valores para juzgar a otras culturas. Cuando reaccionamos, comparamos. Empecé a susurrar una y otra vez para mí misma: «Esto es simplemente diferente. Esto es simplemente diferente. Lo que estoy viendo no es aterrador ni repugnante. Esto es simplemente diferente».
La antropología se convirtió en un conjunto de instrucciones sobre cómo actuar y qué pensar. Me obligué a concentrarme en cómo mis náuseas eran una construcción cultural. «Por supuesto que lo son», razoné. ¿De qué otra manera podría explicar que mis primos comieran felizmente sándwiches de ensalada de pollo, una delicia rara, a unos metros de distancia de mi padre, que había comenzado a gotear humedad por los ojos y la boca?
Durante los siguientes días, mi experiencia comenzó a cambiar. En lugar de disgusto, comencé a sentir pena. Donde había miedo, comencé a ver belleza. Observé a mujeres mayores mirar tiernamente dentro del ataúd y arrullar el nombre de la infancia de mi padre. No vieron el cuerpo putrefacto que había estado temiendo toda la semana, solo la persona a la que habían cuidado cuando era niño.
Aprendí por qué había actividad constante en la casa. Se instalaron mesas de Mahjong en el porche para los vecinos que nunca iban a casa. La gente dormía por turnos. «Siempre debe haber alguien despierto para quedarse con el cuerpo», explicó mi madre. Fue profundamente conmovedor saber que una comunidad se había unido para asegurarse de que en sus últimos momentos en esta tierra, mi padre no estuviera solo.
Ya me había enamorado de la antropología en la universidad, pero ahora creía en la antropología. Comprender sus principios fundamentales podría ser bueno en tu vida, a pesar de sus orígenes coloniales. Me ayudó a asumir la responsabilidad de mis acciones y ver que decir: «Simplemente no entiendo», no puede ser tu compromiso final con una situación que no te es familiar.
Mi compromiso con la antropología era tan fuerte que, cuando regresé a los Estados Unidos, puse una energía tremenda en cada oportunidad que tuve para compartir sus enseñanzas. Cuando era asistente de cátedra en mi programa de doctorado, seguía volviendo a la invisibilidad de las suposiciones de mis alumnos cada vez que pensaban que estaban siendo objetivos. Más tarde, como profesora de secundaria, instruí a niños de catorce años para que agregaran un contexto cultural a cada declaración general que hicieran.
La vida es fortuita. Soy una mejor persona debido a la disciplina de la antropología. Sin embargo, sé que es solo porque me vi forzada esencialmente a experimentar un evento traumático. Como muchas cosas que tus padres te obligan a hace, en ese momento no ves el beneficio.
Creo que mi profunda relación con la antropología fue el último regalo de mi padre. Y, donde sea que esté ahora, me gustaría decir: gracias, papá.
Fuente: PopAnth/ Traducción: Alina Klingsmen