La tiranía de la regla y la liberación de la escuadra

-

por SABRINA DUSE – Universidad Municipal de Nueva York

Hay pocos objetos en el cajón de la papelería capaces de soportar el peso de la filosofía. Una pluma, quizás, por la inagotable carga de la escritura. Un compás, si uno quiere ponerse platónico con los círculos. ¿Pero la regla? Ese trozo barato de plástico que robaste de la escuela a los once años, astillado en los bordes, torcido por demasiado sol: parece lo bastante inocente, un facilitador neutral de la medida, un burócrata de la geometría. Y sin embargo nada es neutral, ni siquiera en el estuche. La regla susurra una visión del mundo. La escuadra, en cambio, se siente más pesada en la mano: un bloque de certeza en ángulo recto, apreciado por carpinteros e ingenieros, ignorado por los estudiantes salvo cuando una tarea de geometría la arrastra a escena. Una pretende medir la realidad; la otra insiste en formarla. Escoger la regla en vez de la escuadra no es una decisión técnica sino una traición metafísica.

A primera vista, la distinción parece trivial. Ambas trazan líneas, ambas miden, ambas invocan la autoridad de las matemáticas. Pero la diferencia es estructural, y las diferencias estructurales importan. La autoridad de la regla es lineal, continua, infinitamente extensible: la fantasía del progreso condensada en treinta centímetros de plástico. La autoridad de la escuadra es angular, relacional, el pliegue de la perpendicularidad que rehúsa la extensión infinita y exige en cambio encuentro. La regla dice: de aquí a allá. La escuadra dice: de aquí en relación con allá. La regla pertenece a la Ilustración, al imperio, a la cuadrícula cartesiana. La escuadra pertenece a los constructores, a los masones, a una metafísica más antigua donde la forma precede a la materia. La regla existe para cortar el mundo en segmentos. La escuadra existe para mantenerlo unido. La regla cree en la cantidad. La escuadra cree en la estructura.

La regla pertenece al culto de la linealidad. Es el fetiche de la obsesión moderna con el “avance”, con el tiempo como flecha, con la fantasía de que la historia progresa en línea recta hacia algún horizonte iluminado. Basta con fijarse en el nombre: regla. Regir es imponer una línea, exigir obediencia, arrastrar todo lo demás a la alineación. Cada centímetro es un sermón en acumulación: tanta distancia, tanto progreso, tanto más. La regla insiste en que la medida es destino, que la única pregunta significativa es cuánto, cuán lejos, cuán largo.

Más en AntropoUrbana:  La fuerza del sonido

Nietzsche habría despreciado la regla, y de hecho lo hizo. Su eterno retorno fue un intento deliberado de escapar de la tiranía de la línea recta. Quería círculos, espirales, bucles, danzas del devenir sin principio ni fin. La regla, en cambio, no tolera nada de esto. Impone la unidimensionalidad con fervor evangélico. Usar una regla es estar atrapado ya en lo que Deleuze llamó el espacio estriado: la prisión cuadriculada de la modernidad donde todo movimiento va de A a B, donde las diagonales son desviaciones, los desvíos son errores y los rodeos se castigan con tinta roja. La escuadra comienza donde la regla termina. Interrumpe la línea, la detiene, la pliega en ángulo recto. Insiste en que una línea sola no significa nada si no se encuentra con otra. Una escuadra es la negación de la ilusión. No se interesa por la longitud. Le importa que las cosas se alineen, que puedan sostenerse, que resistan.

Aristóteles enseñó que la forma es anterior a la materia. Un montón de ladrillos no es una casa. Se convierte en casa solo cuando se organizan en muros, esquinas, habitaciones. La regla sirve al montón: dice cuántos, qué tan largos, qué tan cortos. La escuadra sirve a la casa: asegura que los muros se mantengan, que la esquina resista, que la forma perdure. En este sentido, la escuadra es ontológica. No se limita a medir lo que ya está allí, produce las condiciones para que las cosas aparezcan. Sin ángulos rectos no hay geometría, ni arquitectura, ni estabilidad, ni mundo. La regla es parásita; la escuadra es generativa.

Heidegger, con su manía por las herramientas, habría reconocido de inmediato esta diferencia. La regla está “ante los ojos”: un objeto, inerte, disponible. La escuadra está “a la mano”: desaparece en el uso, se funde con el cuerpo del constructor, se convierte en condición de acción. Empuñar una escuadra no es consultar una escala, es encarnar una relación: verticalidad, equilibrio, rectitud. La escuadra enseña orthotēs, la antigua virtud griega de la corrección. La regla enseña solo números.

Más en AntropoUrbana:  ¿Solos juntos o solos online?

Y no deberíamos subestimar las implicaciones morales. La moral de la regla es el utilitarismo en su aritmética más aburrida: maximizar longitud, minimizar error, producir más. Encaja a la perfección con el cálculo de placeres y dolores de Bentham, con la psicosis de la hoja de cálculo de la gobernanza neoliberal, con las pruebas estandarizadas que convierten a los niños en dóciles. La regla reduce la vida a resultados. La escuadra, en cambio, insiste en la justicia en su sentido original: dar a cada cosa su debida proporción. Equidad todavía arrastra el eco de aequus, el latín para nivel, igual, justo. Nivelar es escuadrar. Por eso la escuadra del carpintero se volvió emblema de gremios de masones, de sociedades secretas, de masones que soñaban la geometría como arquitectura moral. La escuadra no calcula placeres. Exige alineación. No pregunta “cuánto” sino “¿se sostiene?”.

Se podría objetar: ¿no es esto rigidez, inflexibilidad reaccionaria? ¿No es la escuadra la imagen misma del conservadurismo, de la rectitud inflexible? Rigidez no es lo mismo que estabilidad. La escuadra permite construir, permite la creatividad, permite la altura. Una línea torcida trazada con regla no puede sostener una catedral; una esquina escuadrada sí. La escuadra habilita el juego al habilitar la forma. La regla solo impone repetición.

Foucault, condenado a enseñar geometría en secundaria, habría escrito Disciplina y regla. La regla es el instrumento disciplinario por excelencia. Es el arma del maestro: golpes en los nudillos, líneas rojas en los márgenes, imposición del trazo recto en la caligrafía. Las aulas autoritarias aman la regla. Es barata, ligera, fácil de romper y perfecta para producir cuerpos dóciles. La regla es panóptica: exige visibilidad, legibilidad, obediencia. La escuadra resiste ese espectáculo. Es pesada, torpe, absurda como arma. No se puede golpear a un niño con una escuadra sin parecer ridículo. Su poder es más silencioso. Disciplina no al cuerpo, sino a la forma. Susurra no de orden, sino de estructura, de trabajo colectivo, de los masones y gremios que levantaron monumentos contra el tiempo. La regla pertenece a burócratas y oficinistas, a libros contables y fronteras, a interminables tablas de números. La escuadra pertenece a los constructores. ¿Cuál es más insidiosa? La regla, siempre. Porque convence de que la medida es la verdad. Porque reduce el mundo a longitud. Porque disfraza la dominación de neutralidad.

La filosofía siempre ha temido a la línea infinita. Las paradojas de Zenón dependen de ella. Descartes la graficó en coordenadas. Kant la domesticó con categorías. La línea recta es demasiado abstracta, demasiado indiferente a la finitud, demasiado dispuesta a extenderse por siempre, burlándose de nuestra mortalidad. La regla es su encarnación vulgar: la línea cortada en centímetros, la fantasía infantil de infinito, la versión mercantilizada de la eternidad. Puedes pegar reglas una tras otra, apilando plástico hasta el horizonte. La escuadra rechaza este chiste. Detiene la línea, la pliega en ángulo, admite la mortalidad. Ninguna línea puede extenderse para siempre; cada línea debe encontrarse con otra. El infinito no es para nosotros. La escuadra es la geometría de la finitud. Es misericordiosa de esa manera.

Más en AntropoUrbana:  Lo que la antropología puede aportar durante una pandemia

Marx, extraviado en una ferretería, habría elegido la escuadra. La regla es pura abstracción: la mercancía de la medida, la estandarización del valor. Existe para el intercambio, no para el uso. La escuadra pertenece al trabajo. Es la herramienta del obrero, no del comerciante. Alinea muros, sostiene esquinas, asegura el encaje de las máquinas. Sin escuadra, el taller se derrumba. Sin regla, lo único que colapsa es el libro contable. La escuadra es praxis; la regla es capital.

Por supuesto, en la práctica ambas son necesarias. Pero la filosofía no es práctica. La filosofía es polémica, y en polémica la escuadra gana. La regla es el emblema de la metafísica de la hoja de cálculo neoliberal, de la cuantificación como moral, de la tiranía de lo lineal. La escuadra es el resto que resiste: forma, relación, estructura, justicia. Vivir según la regla es vivir en acumulación. Vivir según la escuadra es vivir en equilibrio.

Deberíamos quemar las reglas. No literalmente, aunque la imagen seduce. Deberíamos entregar a cada niño una escuadra, no para que mida más, sino para que entienda que las líneas deben encontrarse, que la relación precede a la acumulación, que la forma es la posibilidad de la libertad. Se vería absurdo, sí, pero no tan absurdo como el mundo en que vivimos ahora, gobernado por las reglas.

Some Philosophy. Traducción: Mara Taylor

Comparte este texto

Textos recientes

Categorías

Artículo anterior