
por HALEY BLISS – Universidad Municipal de Nueva York CUNY
El mouse está muriendo y a nadie parece importarle. No es una muerte dramática: no hay clic final, ni controlador corrupto, ni elegía en pantalla azul. Solo un marchitamiento lento, un acto de desaparición que pasa desapercibido entre escritorios, manos y hábitos. Está siendo reemplazado por gestos, comandos de voz, hápticos, trackpads, seguimiento ocular y las arquitecturas cada vez más invisibles de la computación ubicua. Pero, como todas las desapariciones tecnológicas, no se trata solo de eficiencia. Se trata de ideología. Del cuerpo. De cómo los humanos tocan (o dejan de tocar) sus máquinas.
El mouse nunca fue solo un periférico. Fue una prótesis. Una extensión de la mano, sí, pero más precisamente del dedo índice: el dedo de la acusación, del poder, de la selección. El mouse era la interfaz de una cierta epistemología: señalar, hacer clic, controlar. Era la encarnación carne-y-plástico de la fantasía del hombre de la Ilustración de dominar sistemas: cartesiano, racional, visual. Y profundamente antropocéntrico. Solo una especie que traza líneas en mapas, presiona botones y construye pirámides jerárquicas inventaría un dispositivo así.
Sus orígenes son militar-industriales, por supuesto. La demo de Douglas Engelbart en 1968 (llamada retrospectivamente “La Madre de Todas las Demos”) fue un ritual de exhibicionismo tecno-masculino. Ahí estaba él, piloteando cursores como si fueran cazas, ejecutando comandos como un general dando órdenes. La GUI y el mouse se volvieron la punta visible de un iceberg informático inmenso, haciendo parecer dócil a la máquina y amigable a la interfaz. Pero “amigable” siempre significó obediente. El mouse era la correa que te permitía pasear a tu computadora como a un perro bien entrenado.
Ahora está siendo reemplazado. No porque sea obsoleto, sino porque es demasiado visible. Las pantallas táctiles, con toda su falsa intimidad, eliminan el intermediario. Se desliza, se pellizca, se toca, pero sin la lógica mediadora del cursor y el botón. Lo que está muriendo no es el mouse, sino la metafísica del mando. La idea de que un humano, sentado, erguido, encarnado, puede ejercer poder mediante una lógica de entrada-salida discreta.
La era del mouse corresponde a una fase altomodernista de las relaciones humano-máquina. Piensen en Seeing Like a State de James C. Scott, pero invertido: Ver como un usuario. El escritorio era una cuadrícula. Los íconos eran legibles, ordenados, simbólicos. El mouse permitía operaciones de legibilidad y manipulación que reflejaban la racionalidad burocrática. Hacer clic y arrastrar era un acto miniaturizado de colonización. El ícono de la papelera no era sutil.
Pero los usuarios ya no quieren legibilidad. Quieren inmersión. Transparencia. Fluidez. En la era de TikTok, el cursor es demasiado lento, demasiado deliberado, demasiado cargado epistemológicamente. Preferimos interfaces que se sientan como sentimientos, donde la información fluye como afecto, no como código. Donde deslizar no es un acto de mando, sino de vibra. El mouse implica responsabilidad. Un gesto implica espontaneidad.
Lo que estamos viendo es una desritualización del uso tecnológico. Clifford Geertz nos enseñó que el ritual no es solo acción simbólica; es una forma de fijar significado dentro de una densa red de significaciones. El mouse era una herramienta ritual. Escenificaba el microteatro de la agencia digital. Señalabas, hacías clic, esperabas una respuesta. Esa espera era parte de la liturgia. Ahora las esperas son fallas. Los clics son de boomers. El ritual se volvió silencioso, absorbido por la piel, la respiración, el parpadeo.
Nada de esto es progreso. Es un cambio en la economía política de la interacción. Como ya advirtieron teóricas como Lucy Suchman y Donna Haraway, las máquinas nunca son neutrales. La desaparición del mouse es la desaparición de un lugar de fricción. Y la fricción es condición del pensamiento. Un mouse te frena. Te obliga a señalar. Exige una gramática espacial de la intención. En un mundo optimizado para el flujo, eso es intolerable.
Así que el mouse muere en silencio. Sin titulares. Sin protestas. Solo menos puertos, dispositivos más delgados y una amnesia acelerada sobre la historia de nuestras herramientas. Pero algo se pierde. No solo un dispositivo, sino una modalidad de atención. Una disciplina del gesto. Una pequeña y humilde ética de la precisión.
En un museo futuro de las relaciones humano-computadora, si es que algo así sobrevive a los incendios de servidores y los borrados corporativos, el mouse quizá esté detrás de un vidrio, anticuado e incomprendido. Pero, para quienes recuerden, no será nostalgia. Será duelo. Por un tipo de mundo, un tipo de interfaz, un tipo de yo.
The Human Thread. Traducción: Alina Klingsmen