La jaula social

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por HALEY BLISS – Universidad Metropolitana de Nueva York

Es difícil recordar cuándo la pantalla dejó de ser una herramienta para convertirse en un hábitat. Un momento estabas iniciando sesión para revisar un mensaje, leer un artículo o subir una foto; al siguiente, estabas allí por defecto, respirando a través del flujo digital como si fuera una atmósfera de la que no podías salir sin sentir la asfixiante ausencia de oxígeno. Las redes sociales no inventaron la dependencia: la perfeccionaron. La diferencia entre la necesidad de comida y la necesidad de “me gusta” no es de categoría sino de calibración. Ambas operan mediante bucles de retroalimentación. El cazador-recolector escaneaba el horizonte buscando movimiento; el sujeto del siglo XXI se desplaza con el pulgar, los ojos atentos a la próxima actualización. La acción es antigua; la interfaz es nueva.

Los antropólogos han señalado durante mucho tiempo que las tecnologías no son solo herramientas, sino entornos. El dictum de Marshall McLuhan (que moldeamos nuestras herramientas y luego ellas nos moldean a nosotros) se ha repetido hasta el cansancio, pero su relevancia se ha intensificado en la era del algoritmo. El moldeado ocurre ahora en tiempo real, de forma imperceptible, con cada clic y cada pausa del dedo. Lo que distingue a la época de las redes sociales de regímenes tecnológicos anteriores es la integración total de la captura del comportamiento en la misma estructura de la existencia social. No solo estamos siendo moldeados; estamos siendo perfilados, predichos y anticipados.

Podría decirse que consentimos este arreglo. Al fin y al cabo, nadie obliga a descargar una aplicación, compartir una fotografía o detenerse en un video. Pero enmarcarlo como una cuestión de elección personal es ignorar las infraestructuras de persuasión. Michel Foucault entendía el poder no como un conjunto de órdenes desde arriba, sino como la estructuración difusa y omnipresente de lo posible. Las plataformas no obligan como el Estado encarcela; obligan reduciendo el campo de la no participación hasta que abstenerse se siente como una forma de autolesión social. El chat de amigos, el sitio de networking profesional, el archivo de fotos: todo incrustado en las mismas interfaces, todo demandando presencia.

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El término “capitalismo de vigilancia” de Shoshana Zuboff capta parte del cuadro: la mercantilización de los datos personales como materia prima. Pero quedarse ahí es subestimar la profundidad de la transformación. La extracción de datos no es una función auxiliar de las plataformas; es su ontología. No eres el cliente, ni siquiera el producto; eres el sustrato del que se extrae el producto continuamente. En este esquema, el tiempo y la atención no se “gastan”: se cosechan, se convierten en modelos predictivos que moldearán la próxima iteración de tu feed antes de que siquiera actualices la página.

Esto no es tanto una historia de debilidad individual como de reconfiguración estructural. Homo sapiens evolucionó en redes de reciprocidad: grupos de parentesco, sistemas de intercambio, economías simbólicas de honor y vergüenza. Las redes sociales reconfiguran esas estructuras en un teatro perpetuo de autopresentación. Donde los isleños Trobriand intercambiaban ñames para marcar estatus, tú publicas una foto filtrada, un logro profesional y una opinión cuidadosamente redactada. Los conceptos de Pierre Bourdieu sobre capital social y cultural, antes aplicables al mundo offline de salones y universidades, ahora operan mediados por algoritmos: la economía del prestigio se mantiene mediante métricas de interacción, donde la visibilidad genera más visibilidad.

Es tentador trazar una línea directa entre el intercambio simbólico humano temprano y el botón de “me gusta”, pero eso pasaría por alto la ruptura. En el pasado, el intercambio simbólico estaba incrustado en relaciones materiales: el regalo estaba ligado al trabajo, el ritual y la localidad. El token digital está separado de esas ataduras. Un “me gusta” no cuesta nada y por lo tanto puede darse sin límite, pero también se devalúa sin límite. Para mantener su fuerza, el sistema debe amplificar la escasez en otro lugar: la visibilidad misma se convierte en el recurso escaso, racionado por algoritmos cuya lógica sigue siendo opaca.

Históricamente, las tecnologías de comunicación han alterado los ritmos de la vida social sin desplazar por completo su base física. La imprenta expandió la esfera pública, pero aún había que salir de casa para interactuar con ella; el teléfono permitió la conversación en tiempo real, pero solo dentro de un espacio acotado. Las redes sociales borran esos límites, creando un presente perpetuo en el que lo social está siempre potencialmente ocurriendo y, por lo tanto, siempre vale la pena revisar. Este aplanamiento temporal produce su propia forma de cautiverio: nunca puedes desconectarte del todo, porque el feed no es un lugar que visitas, sino una condición que habitas.

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El cautiverio no es solo psicológico. Es infraestructural. En gran parte del mundo, economías enteras de comunicación, comercio y gobernanza ahora operan a través de canales mediados por plataformas. No participar implica aceptar no solo la exclusión social, sino una desventaja burocrática. Los gobiernos difunden información a través de publicaciones en Twitter; las empresas anuncian oportunidades mediante historias de Instagram; los eventos comunitarios circulan en grupos de Facebook. Abandonar estas plataformas es menos un acto de resistencia que un acto de autoinvisibilidad.

Esa invisibilidad tiene costos más allá de la soledad. En una economía donde la visibilidad se traduce directamente en oportunidades —empleos, colaboraciones, reconocimiento— negarse a participar puede cerrar futuros. La lógica es cruelmente circular: debes ser visible para ser valorado, pero la visibilidad exige alimentar los mismos sistemas que monetizan tu presencia. Esta es la trampilla de la vida digital moderna: la actuación de la autonomía dentro de la maquinaria de captura.

Los antropólogos suelen hablar de “entrelazamiento” para describir el modelado mutuo entre humanos y tecnologías. Ian Hodder usó el término para sociedades prehistóricas cuya supervivencia dependía del mantenimiento de ciertas herramientas e infraestructuras. Una vez que te comprometes con un cultivo domesticado, te comprometes con los ciclos de trabajo, los sistemas de almacenamiento y los cambios ecológicos que exige. Hemos domesticado el feed social y este nos ha domesticado a nosotros. El mantenimiento ya no es agrícola sino afectivo: actualizaciones constantes, actuaciones, interacciones. Y como cualquier sistema domesticado, resiste el abandono. Deja tu campo sin atender y volverá a la maleza; deja tu feed inactivo y desaparecerás del paisaje social.

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El cautiverio, entonces, no es solo función de la persuasión o el hábito, sino de la integración. Las redes sociales están trenzadas en las fibras de la identidad, la economía y la gobernanza. Son cómo narramos nuestras vidas, cómo verificamos nuestra existencia ante otros, cómo nos ubicamos en el desarrollo de los acontecimientos. Imaginar su desaparición equivale a imaginar una reingeniería total de la vida social: una tarea tan vasta que resulta más fácil descartarla como imposible.

Y sin embargo, el cautiverio nunca es absoluto. Siempre hay deslizamientos, momentos en que el feed se detiene, cuando el bucle de dopamina falla, cuando la compulsión se debilita. Estos momentos son fugaces, a menudo anodinos: una pausa antes de abrir la aplicación, una conversación sin interrupciones de notificaciones, un día en que la señal es débil y el silencio no resulta insoportable. Los antropólogos llamarían a estos “espacios liminales”: momentos umbral en que el orden habitual se suspende y las alternativas, aunque frágiles, se vuelven pensables.

La cuestión es si estos momentos pueden cultivarse hasta convertirse en algo mayor: una reorientación del entorno digital hacia fines humanos y no imperativos algorítmicos. La historia no ofrece garantías. Las tecnologías rara vez retroceden; se transforman, absorben las críticas y se reafirman en formas alteradas. Pero reconocer el cautiverio es, quizá, el primer paso para aflojar su control. El registro antropológico está lleno de sociedades que han renegociado sus relaciones con sistemas dominantes, a veces de manera sutil, a veces mediante rupturas.

Podríamos, al final, ser menos prisioneros que rehenes: atados no por nuestra propia debilidad, sino por el entrelazamiento de la supervivencia con los mismos sistemas que nos explotan. El rescate no se mide en dinero, sino en atención, en el goteo constante de nuestra presencia hacia bases de datos que nunca veremos. Y, sin embargo, incluso los rehenes a veces escapan, no por la fuerza, sino alterando los términos de la dependencia, encontrando grietas en muros que antes parecían intactos.

The Human Thread. Traducción: Mara Taylor

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