
por CAMILLE SEARLE – Universidad Municipal de Nueva York
La historia de la antropología es una historia llena de manos sucias. No porque sus practicantes hayan excavado demasiado —aunque también—, sino porque durante siglos tocaron lo que no les pertenecía: cuerpos, cosmologías, territorios, parentescos, memorias. La disciplina nació tarde, pero su mirada nació temprano. Mucho antes del concepto “antropología”, las élites imperiales ya clasificaban pueblos, dibujaban mapas que borraban a quienes vivían en ellos, reunían restos humanos como quien colecciona sellos, y escribían crónicas que pretendían explicar mundos enteros desde balcones coloniales. Esa proto antropología, sin teoría ni método, ya cargaba con lo esencial: la convicción de que algunos miran y otros son mirados.
Cuando la disciplina tomó forma, en el siglo XIX, heredó sin pudor esos vicios. La ciencia de “lo humano” se levantó sobre la desigualdad global, alimentada por museos que compraban cráneos como mercancía, por oficinas coloniales que necesitaban legitimar conquistas, y por universidades que jamás cuestionaron por qué Europa se había vuelto la vara universal. El evolucionismo fue el evangelio inicial: un relato que convertía la diversidad humana en escalones, siempre con el norte global en la cima. Era ciencia, sí, pero también ideología, maquinaria de orden, excusa para administrar cuerpos y territorios ajenos.
Luego vinieron otros momentos: escuelas que desarmaron dogmas, etnógrafos que se quedaron demasiado tiempo en comunidades que nunca los habían invitado, teóricos brillantes que ignoraron sus propias sombras. El estructuralismo, la cultura como texto, el marxismo, la fenomenología, la semiótica, el interpretativismo: corrientes que prometieron redención, cada una con su estilo, pero casi siempre sin tocar el problema de fondo. ¿Quién habla? ¿A quién se escucha? ¿Para qué sirve todo esto? La antropología avanzó, cambió, se profesionalizó, pero arrastró el lastre de su origen: la asimetría.
Y aun así persiste. Porque también produjo gestos luminosos: archivos rescatados del olvido, críticas devastadoras al colonialismo, alianzas inesperadas, una capacidad única para desmontar lo que parece natural. La antropología sobrevivió porque, incluso en su peor momento, ofreció una incomodidad productiva: la certeza de que ninguna cultura —incluida la académica— tiene la última palabra. Su historia es una historia contradictoria: violenta y creativa, arrogante y sensible, destructiva y necesaria, y también, esperanzadora.
La ciencia que nació obedeciendo
La antropología no empezó en un aula universitaria, sino en los márgenes del poder. Surgió de informes coloniales, diarios de soldados, cuadernos de naturalistas y crónicas de viajeros que describían a otros pueblos con la misma mezcla de fascinación, incomprensión y superioridad que reservaban para fenómenos exóticos. Antes de que existiera la disciplina, ya existía la mirada: una mirada que clasificaba, que reorganizaba la vida ajena para hacerla legible ante los ojos del imperio. No se trataba de comprender, sino de administrar. La proto antropología fue un dispositivo político antes que un gesto científico.
El siglo XVI dejó una huella temprana con las discusiones sobre la humanidad de los pueblos indígenas en América. Aquellos debates, desde Valladolid hasta Salamanca, instalaron parámetros morales y legales que siglos después seguirían operando: quién es sujeto de derechos, quién puede gobernar su propia vida, quién debe ser “civilizado”. No había método etnográfico, pero ya existía la clasificación racial, la intervención en culturas vivas y la arrogancia conceptual que definiría los siglos por venir. Lo que faltaba era una estructura académica que diera a todo esto el prestigio de la ciencia.
Esa estructura llegó en el siglo XIX. Con la consolidación de los estados modernos, la expansión colonial y la institucionalización de las ciencias sociales, la antropología adquirió nombre, método y pretensión de rigor. Edward B. Tylor y James Frazer definieron el nuevo canon: la humanidad como un continuo universal que avanzaba, paso a paso, desde lo “primitivo” hasta lo “civilizado”. El evolucionismo encajó perfectamente con el espíritu del momento: una Europa convencida de su misión histórica, empresas coloniales que necesitaban legitimidad intelectual y un público que celebraba cada nuevo mapa racial como si fuera un avance natural.
La ciencia se convirtió en un lenguaje de autoridad, y la antropología fue una de sus herramientas más obedientes. Mucho antes de cuestionar el imperialismo, la disciplina lo ayudó a ordenarse. Los museos europeos y norteamericanos llenaron sus vitrinas con restos humanos adquiridos mediante saqueos, donaciones dudosas o intercambios que jamás respetaron la voluntad de las comunidades. La investigación era inseparable del extractivismo cultural. No solo se extraían objetos; se extraían vidas, historias, parentescos completos.
Mientras tanto, la frenología y la antropometría establecían jerarquías corporales. Los cuerpos se convertían en unidades de medición, y la diversidad humana se reducía a proporciones craneales y ángulos faciales. Francis Galton, con su obsesión por la eugenesia, llevó esa lógica a sus consecuencias extremas: la idea de mejorar la humanidad mediante la selección de unos y la exclusión de otros. No se trata de disparates aislados, sino de la matriz intelectual que permitió que la disciplina despegara. La antropología nació en el terreno fértil de prejuicios científicos que, en el fondo, solo repetían viejos dogmas coloniales con terminología sofisticada.
La observación participante, ese ritual metodológico que más tarde definiría a la disciplina, tampoco nació inocente. Cuando se consolidó, ya existía la idea de que la vida cotidiana de los otros podía convertirse en materia prima para una ciencia. Lo que se veía, lo que se escuchaba, lo que se aprendía: todo se registraba, se traducía, se descontextualizaba y terminaba archivado en universidades del norte global. El campo no era un encuentro, sino un laboratorio. No había igualdad. Nunca la hubo. Mientras una parte del mundo escribía etnografías, la otra vivía las consecuencias de siglos de dominación.
Sin embargo, incluso en este primer momento, comenzaron a aparecer fisuras. Franz Boas, formado en la geografía física y un escéptico de nacimiento, desmontó la idea de que las razas determinan la cultura. Su trabajo demostró que las diferencias humanas son históricas, no biológicas. Fue una ruptura decisiva, aunque incompleta. Boas cuestionó el racismo científico, pero no desarticuló del todo la estructura desigual que sostenía la investigación antropológica. Sus estudiantes —Mead, Benedict, Sapir— ampliaron la mirada, abrieron puertas metodológicas, mostraron que la cultura es un sistema complejo y dinámico. Pero la pregunta seguía suspendida en el aire: ¿quién puede hablar por quién?
La antropología del siglo XIX, con todos sus desmanes, dejó un legado contradictorio. Por un lado, construyó la base institucional que permitiría futuros cuestionamientos. Por otro, produjo categorías que aún pesan sobre pueblos que jamás pidieron ser estudiados. Y, como suele ocurrir con las ciencias que se fundan en desigualdades históricas, sus errores iniciales no desaparecieron. Solo cambiaron de forma. El evolucionismo murió, pero su sombra persiste en la idea de que algunas sociedades avanzan y otras se quedan atrás. Un residuo conceptual que, a pesar de los desacuerdos, todavía se cuela en debates contemporáneos sobre desarrollo, modernidad y progreso.
Este primer tramo de la historia de la antropología no es una antesala limpia ni una inocencia perdida. Es el corazón oscuro del que la disciplina proviene. Una mezcla de curiosidad intelectual, codicia imperial y violencia epistémica. Y ahí, en medio de esas ruinas, empezó el largo y problemático intento de comprender la humanidad sin destruirla en el proceso.
Disciplinar la duda y administrar la diferencia
Si la antropología del siglo XIX nació con la prepotencia del imperio, la del siglo XX comenzó con un gesto que pretendía ser humilde: vivir con las personas estudiadas. La observación participante, convertida en mantra metodológico, prometía comprender desde dentro aquello que antes se había mirado desde la distancia. Bronislaw Malinowski instaló esa fórmula en los Trobriand, donde escribió diarios que ensalzaron lo etnográfico mientras revelaban sus propias frustraciones y prejuicios. El método, que más tarde se vendería como una especie de iluminación humanista, nació atravesado por tensiones económicas, emocionales y coloniales. Malinowski no escapó del imperio; lo acompañó. Pero, aun así, produjo un modelo: la idea de que la proximidad garantizaba comprensión.
Ese ideal funcionó como brújula durante décadas. Radcliffe-Brown profesionalizó el comparativismo, mientras el funcionalismo británico se obsesionaba con el orden interno de las sociedades colonizadas, sin prestar demasiada atención a la dominación externa que las atravesaba. No se trataba de mala voluntad, al menos no siempre: era la lógica académica de la época, donde la antropología servía para iluminar estructuras sociales sin cuestionar el contexto de violencia en el que esas estructuras existían. La disciplina produjo estudios detallados sobre parentesco, rituales, cosmologías y sistemas políticos; pero casi siempre dentro de una burbuja analítica que dejaba intacto el colonialismo.
La versión norteamericana, heredera del boasianismo, avanzó por otro camino. Al rechazar las explicaciones raciales, se concentró en la cultura como sistema simbólico. Benedict escribió sobre patrones culturales como si fueran configuraciones estéticas; Mead convirtió la adolescencia samoana en un espejo para discutir la sociedad estadounidense. Ambos llevaron la antropología a un público amplio, pero también simplificaron procesos complejos en narrativas que sacrificaron matices en nombre de la claridad. La disciplina ganaba visibilidad a costa de convertir culturas enteras en metáforas pedagógicas.
Mientras tanto, el estructuralismo francés irrumpió con Claude Lévi-Strauss, quien afirmó que las culturas no solo podían compararse, sino que compartían estructuras universales. Su propuesta fue monumental y problemática al mismo tiempo. Fascinó por su elegancia intelectual, pero tendía a reducir la vida social a patrones casi matemáticos. El pensamiento indígena —especialmente en América del Sur— se transformó en un laboratorio para demostrar principios abstractos. El gesto fue brillante y violento a la vez: una traducción conceptual que iluminó conexiones profundas, pero que también borró la contingencia, la historia, la desigualdad.
Los años sesenta y setenta marcaron un quiebre. El mundo ardía: descolonización, movimientos sociales, guerras, revoluciones abortadas, crisis del capitalismo. La antropología, que hasta entonces había evitado hablar de poder, se vio obligada a enfrentarlo. Eric Wolf rompió con la fantasía de las “sociedades aisladas” y mostró que todas habían sido moldeadas por procesos históricos globales. Talal Asad reveló las complicidades coloniales que la disciplina prefería olvidar. Sidney Mintz conectó plantaciones, azúcar y capitalismo en un mapa brutalmente concreto. La antropología ya no podía fingir inocencia. Había que mirar la violencia de frente.
El giro reflexivo de los años ochenta agregó una capa adicional: la escritura. ¿Quién narra? ¿Qué autoridad tiene para hacerlo? ¿Qué operaciones retóricas se esconden bajo la apariencia de objetividad etnográfica? Clifford y Marcus transformaron la antropología en un laboratorio textual, donde la etnografía se examinaba como género literario antes que como registro neutro. Para algunos, fue liberador; para otros, una distracción posmoderna. Pero instaló una verdad incómoda: la disciplina no solo interpreta la vida social, también la edita. Nunca fue un espejo, sino un montaje.
En paralelo, la antropología feminista desmontó la idea de que el campo era un espacio neutral. Autoras como Michelle Rosaldo, Sherry Ortner y Lila Abu-Lughod mostraron que la experiencia etnográfica está atravesada por género, clase y raza, y que el conocimiento producido sin reconocer esas condiciones reproduce desigualdades. Cuestionaron la mirada masculina que había dominado la disciplina y revelaron cómo las categorías analíticas estaban cargadas de supuestos patriarcales. Con ellas, la antropología dejó de pretender universalidad. Empezó a admitir que toda mirada es parcial.
Al mismo tiempo, las antropologías del Sur Global —la latinoamericana, la africana, la asiática— consolidaron proyectos propios. No eran simples aplicaciones regionales de teorías europeas, sino intervenciones críticas que subrayaron el peso del colonialismo, la violencia estatal, la desigualdad económica y la agencia de los actores locales. Arturo Escobar, Marisol de la Cadena, Rita Segato, Néstor García Canclini, Achille Mbembe, Homi Bhabha, Gayatri Spivak: voces que fracturaron las jerarquías epistémicas y revelaron que el conocimiento antropológico no pertenece a ningún centro. Las periferias comenzaron a hablar no como “objetos”, sino como productores de teoría.
La antropología se volvió más autocrítica, más fragmentada, más consciente del poder. Pero esa conciencia también trajo una parálisis incipiente. Cuanto más se reflexionaba sobre la imposibilidad de representar al otro, más se debilitaban las certezas metodológicas. El relativismo, antes herramienta contra el racismo, se convirtió en un campo minado. ¿Hasta qué punto respetar la diferencia sin justificar violencia? ¿Hasta qué punto denunciar violencia sin imponer categorías externas? La disciplina se encontró atrapada entre la necesidad de intervenir y el miedo a repetir viejas formas de dominación.
Y sin embargo, el siglo XX produjo algunas de las etnografías más incisivas y profundas: análisis del Estado como ficción cotidiana, investigaciones sobre migraciones precarias, estudios sobre violencia estructural, exploraciones de mundos indígenas que sobrevivieron a genocidios y desplazamientos. La antropología mostró que podía ser crítica sin volverse dogmática, rigurosa sin volverse autoritaria, creativa sin perder fundamento histórico.
La pregunta persistente seguía siendo la misma: ¿qué hacer con una disciplina nacida en las entrañas del imperio? La respuesta del siglo XX fue compleja: tensar la disciplina hasta que casi se rompe, examinar sus heridas, reinventar sus métodos y, sobre todo, reconocer que ninguna teoría es inocente. La antropología dejó de creer en verdades universales. Aprendió a desconfiar, incluso de sí misma. Y en esa duda metódica —disciplinada, incómoda, productiva— encontró su fuerza y su propia fragilidad.
Un presente fragmentado
La antropología llegó al siglo XXI exhausta y despedazada. Cargaba con un siglo de autocrítica, un siglo de luchas internas, un siglo de revisiones que parecían interminables. Pero también traía consigo herramientas conceptuales capaces de incomodar incluso a las instituciones más seguras de sí mismas. El problema es que, mientras la disciplina afinaba su sentido crítico, el mundo avanzaba sin pedir permiso. La globalización reconfiguró fronteras y categorías sociales; los Estados se volvieron más burocráticos y más violentos; el capitalismo neoliberal fragmentó comunidades, identidades y vidas. La antropología tenía que responder a todo eso sin perder la memoria de lo que la había vuelto posible.
Uno de los terrenos donde esa memoria pesa con más fuerza es el de los restos humanos. Durante décadas, museos de Europa y Estados Unidos acumularon cráneos, huesos y cuerpos enteros provenientes de pueblos colonizados. Muchos fueron robados; otros fueron “adquiridos” mediante acuerdos coercitivos; algunos terminaron como objetos de estudio en laboratorios que hablaban de ciencia mientras reproducían violencia estructural. El siglo XXI obligó a enfrentar esa historia. Movimientos indígenas exigieron repatriaciones; gobiernos presionaron por devoluciones; universidades tuvieron que admitir que sus colecciones estaban llenas de historias que nunca debieron haber contado.
La respuesta fue desigual. Algunos museos devolvieron restos con un protocolo ceremonial; otros se protegieron con tecnicismos legales; varios se resistieron abiertamente. La antropología física —hoy rebautizada como bioantropología o antropología biológica— lidió con la tensión entre el análisis científico y el respeto a las comunidades. Pero la herida sigue abierta: ¿qué significa estudiar lo humano cuando los cuerpos utilizados para hacerlo provienen de actos coloniales? ¿Qué ética se sostiene si el conocimiento se construyó sobre la imposibilidad de consentimiento? Aquí no hay absoluciones. Solo el reconocimiento de una deuda que todavía se paga, lentamente, de manera desigual, demasiado tarde.
Lo mismo ocurre con el ADN. La genómica prometió una nueva era de precisión científica: mapas de población, rastros migratorios, vínculos evolutivos más detallados. Pero la promesa vino acompañada de riesgos. Algunos estudios reprodujeron lógicas raciales bajo el lenguaje neutral de la estadística. Otros extrajeron datos de comunidades que no entendían del todo para qué servirían esos análisis ni cómo serían utilizados. El proyecto genómico global, con sus ambiciones totalizadoras, repite una vieja fantasía: la idea de que la humanidad puede codificarse, ordenarse, archivarse. La antropología, testigo y participante, intenta marcar límites éticos mientras coexiste con proyectos que a veces los ignoran.
A todo esto se suma la profesionalización desigual de la disciplina. En el norte global, la antropología se convirtió en un campo cada vez más técnico, más dependiente de financiamientos competitivos, becas precarias y administraciones universitarias obsesionadas con métricas. En el sur global, la situación es distinta pero igualmente desigual: instituciones subfinanciadas, proyectos que dependen de fondos estatales inestables, investigadores que trabajan en condiciones que rayan lo heroico. La antropología contemporánea exige un nivel de especialización enorme —teórica, metodológica, ética—, pero rara vez ofrece estabilidad laboral. El resultado es un campo lleno de talentos que sobreviven en los intersticios, produciendo conocimiento crítico mientras lidian con una precariedad que contradice cualquier discurso académico sobre justicia social.
El centralismo del idioma inglés profundiza esas desigualdades. No se trata solo del idioma de publicación; es el idioma de validación. Las revistas más prestigiosas, los congresos más influyentes, los debates que fijan agendas teóricas: todo ocurre en inglés. Investigadores que trabajan en lenguas indígenas, o que escriben en español, portugués, francés, swahili, alemán o árabe, ven sus aportes marginalizados por una maquinaria editorial que convierte la diversidad lingüística en un estorbo. El inglés no es solo un medio; es una frontera. Y aunque la antropología reconoce esta desigualdad en voz alta, rara vez la desmantela en la práctica.
Entonces aparece otro problema: ¿quién puede contar su propia historia? Durante siglos, la antropología habló sobre los otros. Ahora, esos otros hablan por sí mismos. Es una transformación necesaria, urgente, celebrada. Pero también genera tensiones inevitables: ¿cómo acompañar ese proceso sin apropiarse del discurso? ¿Cómo retirarse sin desaparecer? ¿Cómo insistir en la crítica sin caer en paternalismos? La antropología contemporánea se mueve entre el impulso de escuchar y la necesidad de no renunciar a su capacidad analítica. La idea de coautoría, colaboración o investigación participativa no siempre resuelve esas tensiones. A veces las agrava.
Mientras tanto, el campo se expande hacia nuevas áreas: antropología del Estado, del capitalismo financiero, de las infraestructuras, de los algoritmos, de la inteligencia artificial, de las crisis climáticas, de los desplazamientos forzados, de las violencias íntimas y estructurales. Esta expansión no es un triunfo limpio; es una carrera desesperada para entender un mundo que cambia demasiado rápido, y, de paso, conseguir dinero para pagar la renta. La antropología se mueve por fragmentos, por estudios de caso, por zonas grises, tratando de captar fenómenos que no se dejan atrapar del todo. Este carácter inestable no debilita a la disciplina; la vuelve más consciente de sus límites.
La antropología persiste, en todo su caos, porque sigue siendo útil. No útil para resolver problemas técnicos —eso lo hacen otras ciencias—, sino útil para insistir en algo que el mundo neoliberal detesta: la idea de que ninguna forma de vida es natural, inevitable o permanente. Persiste porque cuestiona. Porque incomoda. Porque señala la violencia que se esconde en categorías aparentemente neutrales. Porque revela que las desigualdades no son fallas del sistema; son su combustible.
Pero la persistencia tiene un precio. La disciplina sigue cargando el peso de su origen colonial; sigue luchando contra su propia tendencia a convertirse en observadora profesional de sufrimientos ajenos; sigue atrapada entre el imperativo ético y la precariedad institucional. La antropología no puede escapar de sus contradicciones, pero puede habitarlas con honestidad. Puede aceptar que su historia está llena de errores irreparables, y aun así producir gestos que abren fisuras en sistemas que parecen irrompibles.
El presente antropológico es fragmentado, incierto y a veces desesperante. Pero también es fértil. En ese terreno inestable —lleno de disputas lingüísticas, reclamos territoriales, debates éticos y críticas internas— la antropología demuestra que sigue viva. No por inercia, sino porque, incluso en su forma más caótica, ofrece una manera de entender el mundo que ninguna otra ciencia ha logrado reemplazar.
La disciplina rota que sigue respirando
La historia de la antropología no es una línea ascendente hacia la iluminación. Es un archivo de contradicciones: una disciplina que nació sirviendo al imperio, que creció justificando desigualdades y que solo más tarde admitió, con una mezcla de vergüenza y lucidez, que había participado en violencias irreparables. Esa historia no se borra con gestos ceremoniales ni con declaraciones de ética institucional. Permanece como recordatorio de que el conocimiento no es inocente y nunca lo fue.
Y, sin embargo, la antropología persiste. No por mérito moral, sino porque el mundo que ayudó a describir sigue necesitando ser leído con atención crítica. Persiste porque revela vínculos que no se ven desde otros campos: cómo un formulario estatal moldea subjetividades, cómo una infraestructura define vidas, cómo una frontera inventa categorías humanas, cómo un algoritmo reproduce desigualdades. Persiste porque reconoce que lo social está lleno de ficciones que gobiernan cuerpos reales. Su fuerza no está en la certeza, sino en la sospecha.
Esa sospecha, trabajada durante décadas de reflexividad, colonialismo, decolonialidad, crítica feminista, luchas indígenas y crisis institucionales, produce un tipo de conocimiento que incomoda tanto a los poderosos como a la propia disciplina. Y es ese malestar el que la mantiene viva. La antropología no avanza por acumulación ordenada; avanza por fracturas, interrupciones, rupturas que obligan a repensarlo todo.
Hoy la disciplina enfrenta desafíos que no puede esquivar: devolver restos humanos, corregir desigualdades lingüísticas, confrontar el racismo estructural en sus instituciones, desmontar los privilegios epistémicos del norte global, asumir la precariedad que afecta a quienes la sostienen y, sobre todo, ceder espacio a quienes fueron durante siglos sus “objetos” y ahora reclaman ser sujetos plenamente. No basta con reconocer esas tensiones; hay que sostenerlas sin convertirlas en eslóganes vacíos.
La antropología no saldrá indemne de estos procesos. Pero tal vez ahí esté su posibilidad más honesta. Una disciplina que reconoce su propia incapacidad para ser pura, universal o neutral es una disciplina capaz de mirarse sin anestesia. Capaz de aceptar que su historia está llena de daños irreparables y, aun así, comprometerse con un trabajo que haga esos daños menos reproducibles.
No es una redención. No es una promesa. Es apenas una práctica: incómoda, crítica, inestable. Y en esa práctica —tan frágil como necesaria— tal vez se encuentre la única esperanza que la antropología puede ofrecer.
Traducción: Maggie Tarlo