por ALINA KLINGSMEN – alina@antropourbana.com
Estuve pensando mucho en los centros comerciales últimamente. O no mucho. Sí estuve leyendo bastante sobre centros comerciales. Supongo que porque están publicándose nuevos trabajos sobre centros comerciales y muchos coinciden en decir: bueno, miren, al final no eran tan malos como creíamos, perdón, ¿pueden volver? Es una forma de nostalgia: extrañar los consumos del centro comercial en un mercado con consumos de aplicaciones y repartidores precarizados en bicicletas y motitos. Claro que vamos a extrañar los centros comerciales.
En un artículo de opinión en The New York Times, Alexandra Lange, que acaba de publicar Meet Me by the Fountain, pide un enfoque más creativo para transformar los centros comerciales muertos, uno que considere las raíces del centro comercial como un jardín interior. “Algunos deberían ser demolidos y devueltos a la naturaleza, pero otros deberían repensarse desde un punto de vista ecológico. Si bien los centros comerciales implican un uso derrochador de la tierra, el reemplazo con nuevos edificios independientes con estacionamientos que acaparan espacio solo agrava ese derroche: es mejor agregar (edificios perimetrales, paneles solares, árboles) e intercambiar (mercados por grandes almacenes, aulas para boutiques).”
Se refiere a los centros comerciales suburbanos. Dice: “Los centros comerciales representan fuertes inversiones en infraestructura, materiales de construcción y creación de espacios que no deben descartarse. La popularidad de los centros comerciales muertos como sitios para las pruebas de Covid-19 y eventualmente las vacunas subraya estas cualidades esenciales: fácil acceso por carretera, espacio interior sin obstáculos, reconocimiento instantáneo de nombres”.
Lange reconoce la naturaleza problemática de la privatización de los espacios verdes. Según dice, los centros comerciales han “cultivado históricamente audiencias específicas en virtud de sus ubicaciones a veces en suburbios segregados y, más tarde, por códigos de conducta diseñados para limitar el impacto de grupos de adolescentes”.
Recordé otra cosa que escribió Lange sobre estos centros comerciales suburbanos: tenían librerías donde podías pasarte horas tirada en un pasillo leyendo un libro. Yo lo hacía en un centro comercial (un shopping, le decíamos) de los suburbios de Buenos Aires, donde nací y crecí, donde estudié antropología, y de donde me fui, aunque, como el tango, siempre estoy volviendo. Pero ya no veo esa práctica, ni allá en Buenos Aires, ni acá en Filadelfia, donde vivo. ¿Qué esperamos de estos centros comerciales? ¿Queremos recuperar esas viejas prácticas, como otro ejercicio de nostalgia en un mundo atiborrado de ejercicios de nostalgia, o queremos que los nuevos consumidores, y los nuevos ciudadanos, inventen nuevas prácticas? Porque si sólo son vehículos para la nostalgia, entonces, me parece, deberíamos dejar que los centros comerciales mueran en paz.