
por HALEY BLISS – CUNY
Buenos Aires es una ciudad para caminarla con el mentón alto y el ceño fruncido. No porque haya que desafiar a nadie, sino porque es el gesto natural de quien se adapta al ritmo de la ciudad sin perder el tiempo en amabilidades innecesarias. A veces ser un buen turista es un acto de mimetización, una estrategia de supervivencia más que un intento de integración. Pero Buenos Aires es una ciudad donde el turista se delata antes de abrir la boca. No es cuestión de vestimenta ni de mapas desplegados en la calle. Es la actitud. La forma en que duda antes de cruzar la calle, el modo en que se sorprende cuando nadie se detiene ante la luz roja, la incomprensión ante el gesto del mozo que deja la cuenta sobre la mesa sin preguntarle si quiere algo más. La ciudad detecta a los extranjeros con una precisión que roza la crueldad, como si tuviera un radar calibrado para captar cualquier atisbo de vacilación.
Buenos Aires exige, incluso al turista, un grado mínimo de cinismo. No es un destino para inocentes. Es una ciudad donde hay que moverse con la confianza de quien sabe que, en cualquier negociación tácita con un taxista, el margen de error es ínfimo. No es que haya que desconfiar de todo el mundo, pero tampoco conviene confiar demasiado. Hay una especie de pacto no escrito entre la ciudad y sus habitantes: nadie es completamente ingenuo y nadie es completamente honesto, y en esa zona gris es donde todo funciona. El turista que intenta aplicar las reglas de otra parte se frustra rápido. Espera que el mozo le sonría cuando deja la propina, espera que el vendedor le explique con paciencia por qué el precio cambió entre que preguntó y que decidió comprar, espera que alguien se disculpe si le empuja en el subte. Pero Buenos Aires no es una ciudad de disculpas. Es una ciudad de empujones eficientes, de transacciones implícitas, de códigos que no se explican pero se cumplen.
Las primeras horas en la ciudad son un golpe sensorial. El ruido es constante, pero no homogéneo: una mezcla de bocinazos, motores, gritos de vendedores ambulantes, altavoces del subte que anuncian con una distorsión casi poética los nombres de las estaciones. El aire huele a parrilla y a basura, a café recalentado y a humedad, a perfume barato y a tuberías rotas. La estética de la ciudad es un collage desprolijo: arquitectura afrancesada con aires de grandeza decadente, torres de vidrio que parecen trasplantes mal hechos, casas bajas con rejas cubiertas de propaganda política que no se renueva desde hace veinte años. Todo esto convive con una obsesión por la belleza que roza la superstición: peluquerías en cada esquina, cirugías estéticas al alcance de la clase media, zapatos brillantes como declaración de principios. El turista, desorientado, intenta entender la lógica, pero la lógica es otra. Buenos Aires es una ciudad donde un hombre puede salir a comprar cigarrillos en jogging pero nunca con zapatillas en mal estado. Donde la ropa de diseñador se mezcla con el cuero falso y las imitaciones sin pudor. Donde el glamour y la precariedad son dos caras de la misma moneda y nadie se molesta en disimularlo.
Ser turista en Buenos Aires es ser testigo de una conversación interminable. En la calle, en los cafés, en las librerías, todo el mundo habla. Y habla con convicción. Aquí no existen los matices: el cine argentino es una obra maestra o una basura insoportable, el gobierno es la salvación del pueblo o una organización criminal, el fútbol es religión o enfermedad, depende del día. El turista, si es inteligente, aprende rápido que escuchar es un deporte de riesgo. Intentar discutir con un porteño es aceptar que la batalla está perdida desde el inicio. La ciudad no funciona con argumentos, funciona con relatos. Y cada porteño tiene el suyo, cuidadosamente pulido, listo para ser recitado en voz alta. No importa el tema, lo importante es el tono, la cadencia, la manera en que las palabras se acomodan en una melodía que no admite interrupciones.
Hay, sin embargo, algo seductor en esa falta de contención, en esa entrega absoluta a la exageración. Buenos Aires no es una ciudad tibia. Es un lugar donde todo se vive con intensidad innecesaria, donde la nostalgia es un hábito cotidiano y el futuro se planifica con la misma seriedad con la que se planifica un feriado largo. Para el turista, esto puede ser agotador. Pero también es lo que hace que, al final, la ciudad se vuelva inolvidable. Buenos Aires no es un destino cómodo. No es un resort donde todo está diseñado para la comodidad del visitante. Es un escenario caótico, un teatro de operaciones donde cada cual resuelve su día como puede, con una mezcla de desdén y gracia.
El turista que sobrevive a Buenos Aires sale transformado. No porque haya entendido la ciudad, sino porque ha aprendido a moverse en ella sin pedir permiso. A cruzar la calle sin dudar, a discutir sin argumentos, a reírse de sí mismo sin culpa. Acepta que la ciudad no le debe nada, que no está ahí para complacerlo, que su belleza es una cuestión de actitud más que de paisaje. Y cuando se va, si tiene suerte, se lleva algo de esa insolencia porteña consigo. Algo de esa manera de estar en el mundo como si el mundo no importara demasiado.
Fuente: The Human Thread/ Traducción: Haley Bliss