Antropología forense

-

por HALEY BLISS – CUNY

La antropología forense tiene dos caras. De un lado, la fantasía pulida de Hollywood: un grupo de genios taciturnos encorvados sobre un laboratorio inmaculado, iluminados por fluorescentes estériles, resolviendo casos de asesinato entre sorbos de café. Los huesos les susurran secretos, revelan identidades, motivos, narrativas completas en un destello de brillantez. El FBI espera cada una de sus palabras. La ciencia reina suprema, infalible, intocable.

Y luego está el otro lado. El real. El que no encaja en un drama criminal de horario estelar. El lado que huele, literalmente, a descomposición, a fosas comunes, a cuerpos abandonados al sol durante años antes de que a alguien le importe. El lado donde los antropólogos forenses no desenmascaran asesinos seriales con un monólogo dramático, sino que se arrodillan en la tierra, retirando con cuidado la última capa de polvo de un fémur que perteneció a alguien cuyo nombre fue olvidado, cuya familia fue dispersada o masacrada, cuya muerte nunca fue investigada.

Es una historia vieja, en realidad. La distancia entre lo real y lo imaginado, entre el espectáculo y el trabajo. Pero la antropología forense sufre una versión aún más perversa de esta brecha: no solo se tergiversa su labor, sino que se distorsiona el propósito mismo de la disciplina en la imaginación popular. Hay algo obsceno en la forma en que se presenta como una herramienta de justicia en el contexto de la policía estadounidense, una especie de hechicería intelectual manejada por héroes solitarios contra las fuerzas del crimen. La realidad es que la antropología forense, en sus momentos más importantes, no sirve a los pasillos prístinos del FBI, sino a los rincones olvidados del mundo: los campos de exterminio, las tumbas sin nombre, los lugares donde los cuerpos se acumulan no como parte de una intrincada conspiración criminal, sino como una cuestión de política, de indiferencia, del orden natural de la violencia.

Más en AntropoUrbana:  La antropología está de moda en las empresas de tecnología

La verdad es que la antropología forense es, con frecuencia, política. No puede evitar serlo. Quién es identificado, quién es contado, qué huesos merecen el esfuerzo: estas no son preguntas neutrales. Son preguntas sobre el poder. Cuando los antropólogos forenses trabajan en fosas comunes en Guatemala, Bosnia, Ruanda, no están simplemente haciendo ciencia. Están documentando atrocidades. Están produciendo pruebas que pueden usarse en tribunales internacionales, pruebas que pueden derribar narrativas oficiales, que pueden obligar a la historia a reconocer sus propios crímenes. Están luchando contra el olvido, contra la impunidad. Están, en muchos casos, realizando la peligrosa y profundamente impopular tarea de demostrar que los muertos no simplemente desaparecieron. Que fueron puestos allí.

Compárese esto con la antropología forense de la televisión, de los best sellers de crimen, de la imaginación popular. Una ciencia ordenada. Una ciencia de asesinos que pueden ser atrapados, de víctimas que pueden ser vengadas, de misterios que pueden resolverse en una hora. Es reconfortante. Sugiere un mundo donde cada muerte tiene una explicación, donde cada cuerpo puede ser identificado, donde la ciencia forense es una extensión del sistema legal y el sistema legal es una extensión de la justicia. Sugiere que el conocimiento, por sí solo, basta para enderezar las cosas.

Pero, por supuesto, no es así. Saber nunca es suficiente. Los antropólogos forenses que trabajan en contextos de genocidio saben más que casi nadie sobre lo que sucedió. Pero el conocimiento no resucita a los muertos, no deshace la violencia, ni siquiera garantiza que a alguien le importe. Los huesos pueden hablar, sí, pero que alguien escuche es otra cuestión completamente distinta.

Más en AntropoUrbana:  Diez consejos para dedicarte a la antropología forense

Hay algo grotesco en la manera en que la antropología forense se empaqueta como una especie de aventura intelectual, un rompecabezas que debe ser resuelto por genios excéntricos con batas impecables. Porque, en el fondo, la antropología forense trata de la ausencia. Trata de los espacios donde debería haber cuerpos y no los hay, donde deberían estar los nombres y no están, donde debería haber justicia y no la hay. Trata del lujo obsceno del reconocimiento oficial, de la simple y brutal realidad de que la mayoría de las personas que mueren de manera violenta nunca serán examinadas por un antropólogo forense, nunca serán parte de una investigación, nunca serán otra cosa que desaparecidos.

Así que la antropología forense no resuelve asesinatos. No hace milagros. No imparte justicia. Lo que hace, en su mejor versión, es negarse a dejar que los muertos desaparezcan. Insiste en que alguien, en algún lugar, debe ser contado. Insiste en que la historia no puede ser escrita solo por quienes matan, en que los huesos tienen peso, en que los huesos resisten. Insiste en el hecho insoportablemente simple, insoportablemente difícil, de que los cuerpos estuvieron allí, de que los cuerpos están allí, de que nunca debieron haber sido dejados allí. Y eso, al final, es más radical que cualquier cosa que se vea en la televisión.

Literary & Cultural Studies Review. Traducción: Maggie Tarlo

Comparte este texto

Textos recientes

Categorías

Artículo anterior