La peligrosa retórica de llamar dictadores a los adversarios políticos

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por ANA TEREZA DUARTE LIMA DE BARROS – Universidad Federal de Pernambuco

El 10 de junio de 2025, la expresidenta argentina Cristina Kirchner fue condenada por corrupción. Un día antes de la sentencia, mencionando la represión a partidos, sindicatos y los 30 mil desaparecidos, Kirchner comparó el actual modelo económico argentino con el implementado en la dictadura militar de su país a partir de 1976. Aunque no afirmó directamente que Argentina vive una dictadura, la referencia sugiere un paralelismo histórico con el régimen autoritario. El caso Kirchner ilustra el uso, cada vez más común, de comparaciones con la dictadura como arma política, una práctica que trasciende ideologías y vacía nuestra capacidad de reconocer el autoritarismo real. Es una paradoja democrática.

La investigación «Vialidad», iniciada en 2008 tras la denuncia de la diputada Elisa Carrió y reactivada en 2016, examinó contratos irregulares de obras públicas en la provincia de Santa Cruz durante los gobiernos de Cristina Kirchner, de 2007 a 2015. El proceso tramitó por múltiples instancias judiciales a lo largo de diecisiete años, con los acusados ejerciendo plenamente su derecho de defensa. La sentencia fue resultado de un juicio con garantías legales, lo que no ocurre en una dictadura, donde los acusados desaparecen y las sentencias están predefinidas.

Brasil y Argentina, casos similares

En ese sentido, podemos afirmar incluso que la condena de Kirchner guarda alguna similitud con la de Luiz Inácio Lula da Silva: ambos fueron procesados en contextos polarizados y alegaron persecución política, aunque tuvieron plenas garantías procesales. Lula estuvo 580 días preso antes de que la Corte Suprema anulara sus condenas en 2021. Durante todo el proceso, tuvo acceso a abogados, cobertura extensiva de la prensa y diversas instancias de apelación, características impensables en regímenes autoritarios.

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Esta táctica retórica atraviesa el espectro político. La estrategia de considerar “dictatorial” a un revés político no es exclusiva de la izquierda. Seguidores de Jair Bolsonaro, rutinariamente, describieron gobiernos del Partido de los Trabajadores como «dictadura comunista». Después de que Bolsonaro perdiera la elección de 2022 por solo 1.8 puntos porcentuales, sus seguidores invadieron edificios públicos el 8 de enero de 2023, alegando que Brasil había caído en manos del comunismo.

La banalización del concepto de dictadura es especialmente ofensiva cuando se contrasta con la experiencia real de los países del Cono Sur con el autoritarismo militar, que censuró la prensa, cerró el Congreso e institucionalizó la tortura. Estos regímenes no procesaban a expresidentes por corrupción, sino que eliminaban toda oposición por medio del terror estatal.

El mito de las versiones modernas de Simón Bolívar

El uso indiscriminado de esta retórica también se alimenta del temor exagerado de que cualquier presidente pueda reinstaurar este tipo de autoritarismo, un temor que reside, parcialmente, en el estilo de presidencialismo adoptado. El sistema presidencialista tuvo origen en la Revolución Americana, que estableció que el poder sería mejor ejercido si era compartido entre tres esferas (ejecutiva, legislativa y judicial), cada una con atribuciones propias y capacidad de fiscalización sobre las demás.

Los países de América Latina importaron este modelo, pero adaptándolo a sus propias trayectorias históricas. Persiste el sentimiento de que el presidente debería ser un líder fuerte, capaz de encarnar una supuesta «voluntad nacional», como si fuera una versión moderna de Simón Bolívar. Esta personalización excesiva del poder ejecutivo puede fabricar la sensación de que el presidente tendría más peso que el Legislativo o el Judicial.

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Por suerte, el sistema de pesos y contrapesos sigue funcionando. Ciertamente, la ideología del mandatario direcciona las políticas de gobierno. Sin embargo, con instituciones consolidadas y efectiva separación de poderes, ningún presidente extremista logra, solo, imponer una reversión autoritaria.

Los gobiernos vienen y van, pero las instituciones permanecen. Cuando cada derrota electoral se convierte en «fin de la democracia» o cada decisión judicial adversa se vuelve «persecución», lo que realmente se destruye es la posibilidad del disenso civilizado.

Es justamente la falta de confianza en las instituciones políticas lo que ha permitido la llegada de outsiders al poder en diferentes países. Los electores, cansados de los «políticos de siempre», recurrieron a alternativas radicales. La victoria de Javier Milei (2023) reflejó menos apoyo al anarcocapitalismo y más agotamiento con décadas de deslegitimación institucional. Las elecciones de Bolsonaro (2018) siguieron un patrón similar, evidenciando el desgaste de las izquierdas tradicionales.

El peligro no es que estas democracias se conviertan, súbitamente, en dictaduras. Cuando políticos establecidos repetidamente declaran que el sistema está «fallido», corroen la confianza pública en las instituciones. Los electores, convencidos de que el Estado no funciona, eventualmente recurren a candidatos que prometen romper con el sistema tradicional.

La democracia argentina, con todas sus imperfecciones, ha demostrado ser más robusta de lo que sus críticos sugieren. Sobrevivió a la crisis de 2001, cuando tuvo cinco presidentes en dos semanas, realizó múltiples transferencias pacíficas de poder y funcionó bajo presidentes de izquierda y derecha. Brasil también mostró resiliencia institucional similar. El peligro real para la democracia no viene de ningún presidente en particular, sino de la erosión sistemática de la confianza ciudadana en las instituciones.

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La ironía es evidente. Aquellos que denuncian vivir en «dictaduras» generalmente lo hacen por medio de la prensa libre, movilizando bases políticas y planificando campañas electorales, libertades imposibles bajo regímenes autoritarios reales. Cada falsa alarma hace más difícil reconocer amenazas genuinas cuando surgen. Una generación nacida después de las transiciones democráticas ha pasado a ver el autoritarismo como un recurso retórico, no como una realidad vivida.

Restaurar el sentido del lenguaje político no es un lujo académico, sino una condición básica para la supervivencia democrática. Cuando «dictadura» pierde sentido, la libertad también se debilita. El futuro democrático depende de aceptar derrotas y confiar en las instituciones, a pesar de sus imperfecciones.

The Conversation. Traducción: Horacio Shawn-Pérez

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