por MATTHEW WILLS
La definición de raza por el color de la piel se hace visible en el arte europeo del largo siglo XVIII (c. 1688-1815). Fue durante esa época cuando “el arte, la historia natural, la antropología naciente, la estética y el derecho colonial convergieron”, escribe la historiadora del arte Anne Lafont, “para establecer y luego estabilizar el color como el principal marcador racial en el inventario de la diversidad humana”.
En papel y lienzo, un “elemento natural, el color de la piel” fue “manipulado sintéticamente hasta el punto de proporcionar evidencia o prueba de jerarquías humanas”.
Lafont sostiene que “la producción y el discurso artísticos en el siglo XVIII produjeron herramientas de observación y análisis que permitieron a los seres humanos ser diferenciados y clasificados implícitamente en una escala moral, una empresa que más tarde se desviaría hacia el racismo explícito”.
La teoría del color de Newton, publicada en 1704, mostró que “el blanco está compuesto en realidad del espectro visible de todos los colores reflejados y que el negro no refracta la luz”. La división de Linneo de las personas en cuatro grupos de color (blanco, amarillo, negro y rojo) que hizo a mediados de siglo acabaría imponiéndose a otros esquemas, pero la primera gran división fue entre la piel blanca europea y la piel negra africana.
En el arte, el blanco representaba la luz, y la luz, en la Ilustración, expresaba “la clarividencia y la inteligencia humana impulsadas por un deseo de perfectibilidad”. Como escribió el teórico del arte Claude-Henri Watelet en 1788, “el blanco se añade [a los colores primarios] para expresar la luz y el negro para expresar su privación”. Citando a Thomas Jefferson (1785) sobre la supuesta incompatibilidad de los colores/razas, Lafont señala que para Jefferson y otros “la blancura se asociaba con la transparencia emocional [el rubor] y la negrura con la opacidad emocional que conducía a la invisibilidad y, en consecuencia, a la desconfianza”.
Se utilizaban diversos pigmentos y pasteles para colorear representaciones de europeos y africanos, lo que hacía de las artes visuales “un elemento fundamental en la antropología primitiva”.
Lafont analiza varios retratos de mujeres aristocráticas europeas acompañadas de un exótico sirviente o esclavo negro africano, generalmente un niño preadolescente. A estos niños y niñas a veces se los pintaba con collares de esclavos, “incluso si la legislación no permitía oficial y directamente la esclavitud en el territorio metropolitano”.
Uno de los primeros cuadros franceses que retrataban a un sirviente africano fue el retrato de Pierre Mignard de 1682 de Louise de Kéroualle, la amante francesa de Carlos II de Inglaterra. La duquesa de Portsmouth, como se la llamaba por sus servicios a la corona inglesa, fue una figura clave en la alianza inglesa y francesa contra los holandeses. En el retrato, una niña negra, la “asistente desconocida” en la descripción de la National Portrait Gallery, le regala perlas y corales a la duquesa.
El retrato, escribe Lafont, “señala un aumento de los recursos naturales de las potencias europeas a través de sus prósperas colonias, así como una explotación de la mano de obra negra, presentada como dócil y consentidora”. También existe el “placer estético que proporcionan los contrastes en la carne, el tamaño (la niña [negra] siempre es miniatura) y el manejo, pues las manos blancas parecen disfrutar del contacto con estas ‘muñecas’ negras”.
La tez blanca brillante de la Duquesa “parece más clara al estar complementada por la presencia de una persona oscura pequeña y manifiestamente servil”. Las figuras africanas jóvenes en esos retratos “participaban en el aparato performativo de la blancura europea”, escribe Lafont. Porque la blancura misma necesitaba ser representada, elaborada con pasteles, considerados el mejor medio para el tono de piel, o óleos o acuarelas. La Duquesa parece un excelente ejemplo de “blancura artificial” construida con los “maquillajes, polvos y coloretes sofisticados” que estaban de moda entonces y que el artista tradujo a la pintura al óleo.
“La blancura no solo se consideraba un valor social”, escribe Lafont, “sino también, y quizás especialmente, un valor racial. En este siglo de contactos cada vez más intensos con las poblaciones negras, tanto en las colonias como en Europa, los patrones estéticos promovieron la blancura, planteándola como la cumbre de la jerarquía de los seres humanos según criterios raciales”.
El tropo pictórico de la sirvienta negra perduró en la pintura europea hasta bien entrado el siglo XIX. La Olimpia de Édouard Manet, por lo demás poco convencional y escandalosa, retrataba a una mujer blanca desnuda con una sirvienta negra vestida, en 1863, quince años después de la abolición de la esclavitud en las colonias francesas.
Fuente: Jstor/ Traducción: Maggie Tarlo