
por HORACIO SHAWN-PÉREZ
Los autos nunca fueron solo un medio de transporte. Desde el principio, fueron una declaración de poder, velocidad, masculinidad y propiedad. Fueron, también, un proyecto civilizatorio. La promesa del progreso encapsulada en cuatro ruedas, combustión interna y la posibilidad de dejar atrás todo lo demás. Cuando el automóvil llegó al campo, no solo alteró la manera en que se recorrían las distancias. Alteró la idea misma de distancia. Hizo que lo lejano se volviera accesible y que lo cercano dejara de importar. En nombre de la movilidad, arrasó con la necesidad de estar.
No hay un rincón del mundo rural que no haya sido tocado por su supremacía. El auto transformó pueblos enteros en estaciones de servicio glorificadas. Separó casas del centro, del mercado, de la escuela. Hizo que los niños dejaran de caminar. Que las veredas desaparecieran. Que la plaza ya no quedara “ahí nomás”, sino a diez minutos en coche. El auto vació los pueblos y después los obligó a extenderse. Parceló el campo, lo hizo lote, lo volvió suburbio. La campiña dejó de ser paisaje y pasó a ser trayecto.
Y todo esto con una eficiencia tan brutal como invisible. Porque el automóvil, a diferencia de otros íconos industriales, no solo conquistó el espacio físico. Conquistó la imaginación. Ningún otro artefacto ha contado con tanto apoyo institucional, financiero y simbólico. El estado lo subsidia, las petroleras lo alimentan, los urbanistas lo asumen y las publicidades lo glorifican. Es un derecho, una necesidad, un deseo. El auto es libertad, dicen, mientras se llenan de deuda para tener uno, mientras pasan horas atrapados en una autopista que no avanza. El auto es progreso, repiten, mientras los caminos rurales se rompen, los suelos se impermeabilizan y los hospitales quedan a veinte kilómetros.
A nivel global, el sector del transporte representa cerca del 24% de las emisiones directas de CO₂ relacionadas con la energía. De ese porcentaje, el 45% corresponde a vehículos particulares. Pero el problema no es solo ecológico, ni siquiera principalmente ecológico. Es ontológico. Porque el auto produce una forma específica de habitar el mundo: centrada en el individuo, orientada al rendimiento, disociada del entorno. Un conductor no ve lo que pasa a los costados. Ve el camino, el objetivo, la velocidad. Todo lo demás es obstáculo.
Las campiñas han sido las víctimas silenciosas de esta lógica. Los caminos rurales, una vez senderos de interacción, se han convertido en corredores de paso. Las casas se distancian, los vecinos se aíslan, la dependencia al vehículo se profundiza. La agricultura intensiva y el loteo especulativo hacen el resto: monocultivos, country clubs, barrios cerrados, glamping para salidas de fin de semana. La campiña ya no es tierra sino experiencia. No se la cultiva; se la consume.
Y no es solo culpa del auto. Es de todo el sistema que lo hace posible. Gobiernos que priorizan rutas sobre trenes, municipios que aprueban desarrollos suburbanos con la excusa del crecimiento, bancos que financian autos como si fueran bienes esenciales. Y claro, está el usuario. El que cree que el campo es más lindo desde una camioneta. Que quiere “alejarse del ruido” sin renunciar al delivery. Que construye su casa en el medio de la nada y después exige asfalto, recolección de residuos, seguridad y diez nuevas rutas asfaltadas.
¿Se puede vivir sin autos? Sí, pero no en este sistema. Requiere una transformación estructural. No basta con electrificarlos o con apps de carsharing. Hace falta repensar el espacio. Reunir lo que el auto dispersó. Habitar con densidad. Aceptar la lentitud. Revalorar lo común. Implica trenes regionales, caminos peatonales, bicicletas públicas, servicios de cercanía. Pero también implica perder privilegios. Renunciar a ciertas formas de comodidad. Compartir.
Una vida sin autos no es solo una vida sin contaminación. Es una vida más interdependiente, más localizada, más atenta. Una vida menos “eficiente” y más significativa. En el campo, eso significaría volver a caminar al almacén. Conocer al vecino. Tener tiempo para esperar el bus. Aceptar que las cosas quedan lejos, pero que el paisaje también es parte del trayecto. Que no todo debe estar al alcance de un pedal.
Pero claro, para eso habría que dejar de pensar en términos de “acceso ilimitado”. Y eso, para una civilización construida sobre el mito del movimiento sin fricción, es casi herético. Sin embargo, las campiñas, tan golpeadas por ese mito, podrían ser el lugar donde empecemos a imaginar otra cosa. No porque conserven algo puro, sino porque muestran lo que se ha perdido. El silencio. La escala humana. El vínculo.
El auto no desaparecerá mañana. Pero su hegemonía sí puede empezar a resquebrajarse. Menos desde la tecnología que desde la voluntad política, y mucho menos desde la eficiencia que desde el deseo de habitar distinto. Las campiñas pueden ser el primer frente. Y pueden serlo no por nostalgia sino por necesidad. Porque si el campo vuelve a ser territorio y no simple trayecto, quizá todavía haya tiempo de volver a estar. A estar realmente. A pie. Sin motor. Con los dos pies sobre la tierra.