La resiliencia no es tu palabra

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por HALEY BLISS – Universidad Metropolitana de Nueva York

Pasé cinco años en un pueblito de la cordillera peruana estudiando cómo sobrevive la gente a lo que el mundo les lanza. No en teoría. No en metáforas. No como disparador para una charla TED. Sobreviven a deslizamientos de tierra, a empresas mineras, a sequías, al abandono estatal, a rupturas amorosas, a colapsos del mercado. Sobreviven despacio. En conjunto. De manera desigual. No siempre. Parchean sus casas con lonas plásticas y entierran a sus hijos con sus propias manos. Y cuando hablan de lo que significa seguir adelante, no usan la palabra “resiliencia”. Yo sí. Yo la uso porque he pasado quince años desarmándola, rastreando su historia, tensándola, estirándola etnográficamente. La uso porque me ayuda a pensar. Porque hace un trabajo conceptual. No porque suene bonito.

Pero en algún momento la palabra se nos escapó. Bajó de las montañas, cruzó la frontera de la teoría y consiguió trabajo en marketing. Ahora aparece en documentos de gobierno, manifiestos corporativos, campañas de salud mental y seminarios de liderazgo universitario. La resiliencia es lo que enseñamos ahora, lo que premiamos, lo que esperamos de vecindarios, trabajadores, pacientes, ecosistemas y, sobre todo, de los pobres. Construimos “infraestructura resiliente” y criamos “niños resilientes” en “ciudades resilientes”. La palabra se volvió un imperativo moral envuelto en jerga de gestión, dicho con la gravedad apretada de labios de alguien que acaba de leer un informe de McKinsey y encontró a Dios.

Se nota lo poco que significa por la forma en que la pronuncian. Hacen una pausa en el medio, tropezando con el “li” como si fuera a morder. Re-si-lien-cia. La dicen despacio, con seriedad, con el rostro vacío de una sinceridad prestada. Se ha convertido en una de esas palabras que hay que tomar en serio precisamente porque ya nadie sabe qué quiere decir. Como “sustentabilidad” o “compromiso”. Palabras que se pueden pegar como calcomanías al reverso de cualquier política, presentación o misión institucional, y de pronto uno es alguien que se preocupa.

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Los conceptos no son accesorios. No son decorativos. No son tuyos solo porque tengas miedo de lo que está pasando en el mundo y quieras sonar valiente. Un concepto es una herramienta. Tiene peso. Viene de algún lugar. Si no te sentaste con él el tiempo suficiente como para ver dónde se desgarra, no te pertenece.

El problema no es solo semántico. Cuando “resiliencia” se vuelve el descriptor comodín para todo, desde la recuperación tras un terremoto hasta los resultados trimestrales, deja de hacer aquello para lo que fue diseñada: nombrar una relación específica entre adversidad y adaptación. Pierde forma. Peor aún, empieza a colar ciertas suposiciones. Que todos estamos expuestos al riesgo por igual. Que reponerse siempre es bueno. Que sobrevivir es una prueba de virtud. Que no sobrevivir es un fracaso del esfuerzo.

En antropología aprendemos a rastrear las palabras hasta sus condiciones. No solo usamos conceptos, sino que probamos sus límites, sus genealogías, sus puntos ciegos. En los Andes, lo que vi no era solo persistencia y no era solo fortaleza. Era negociación. La gente elegía cuándo resistir, cuándo retirarse, cuándo reformular el dolor como estrategia. No era resiliencia en abstracto. Era una forma de moverse dentro del poder. Si eso no está en tu definición, no estás usando bien la palabra.

La seducción de la resiliencia es que halaga a todos. El individuo resiliente no tiene política, no tiene demandas. Está agradecido. En silencio. Es inspirador. La resiliencia no le pide nada al mundo, solo más al yo. En ese sentido, es la virtud neoliberal por excelencia. Reempaca el colapso estructural como crecimiento personal. Convierte el daño histórico en un módulo de recursos humanos. Es supervivencia despojada de contexto.

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Hay algo obsceno en ver cómo esta palabra circula como eslogan mientras la gente que me enseñó lo que significa no puede acceder al agua potable. Ni a una clínica funcional. Ni a una carretera asfaltada. La academia, por supuesto, no se salva; hemos creado programas enteros sobre “futuros resilientes” y “desarrollo resiliente”, donde lo único que parece ponerse a prueba es la capacidad de redactar proyectos. No es solo pereza. Es peligroso. Porque, cada vez que usamos la palabra sin cuidado, reforzamos la idea de que la gente debe adaptarse a la violencia en lugar de cuestionar por qué tiene que hacerlo.

Es duro ver cómo una palabra se vacía. Más aún cuando era una palabra en la que uno confiaba. Cuando era un bisturí y ahora es una calcomanía. Pero el lenguaje no es sagrado. Se mueve. Y entonces hay que decidir qué conservar y qué dejar atrás. Si la resiliencia ya no sostiene, dejémosla ir. O volvamos a levantarla y devolvámosle sus filos. Pero, por favor, por el bien de quienes todavía sobreviven a la manera difícil, dejen de decirla como si fuera un conjuro. No funciona así.

The Human Thread. Traducción: Haley Bliss

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